11 julio 2006

Ángel González y Pedro Guerra


Del libro y disco de Ángel González y Pedro Guerra ya tengo mis poemas preferidos, aquellos que me agradan y me dicen cosas intuidas o soñadas. De todos ellos, un soneto. Es difícil escribir un soneto en estos tiempos de versículos libres y poesía acentual, es difícil hacerlo sin que quede encorsetado y clasicón, imitación pobre de los que escribieron sonetos como el que hablaba. Pero Ángel González lo hace y lo cierto es que me ha pasado de pronto desapercibido que era un perfecto soneto, tan moderno suena, tan sentido y libre.

Donde pongo la vida pongo el fuego

de mi pasión volcada y sin salida.

Donde tengo el amor, toco la herida.

Donde dejo la fe, me pongo en juego.

Pongo en juego mi vida, y pierdo, y luego

vuelvo a empezar, sin vida, otra partida.

Perdida la de ayer, la de hoy perdida,

No me doy por vencido, y sigo, y juego

lo que me queda: un resto de esperanza.

Al siempre va. Mantengo mi postura.

Si sale nunca, la esperanza es muerte.

Si sale amor, la primavera avanza.

Pero nunca o amor, mi fe segura:

jamás o llanto, pero mi fe fuerte.

Despedidas

Me despido de un lugar en el que he trabajado mucho y bien. Allí dejo gente a la que he respetado y querido. También dejo sinsabores, hastíos y recelos, pero, pasado el tiempo, tenemos la buena cualidad de atesorar en la memoria sólo lo que brilla entre la rutina oscura de los días.

Me he acostumbrado a ir de un sitio para otro cada cierto tiempo; es parte de mi profesión; después de compartir cargas y espacio, sin dolor, quizás con un rastro de melancolía muy llevadera, cesa la convivencia y me voy pensando que en el nuevo lugar encontraré gente semejante, personas a las que también respetaré y querré. Y también sinsabores, hastíos y recelos. Que trabajaré mucho y bien.

La gente que dejé en el anterior lugar me entregó un regalo que aún conservo: un bonito joyero marroquí de nácar y ébano. Guardo mis pocas joyas dentro de él y cada vez que lo abro recuerdo con gusto a mujeres como Nati, como Pilar, a hombres como Cristóbal, Antonio… Y a Gloria, con la que compartí tantas risas y trabajos. Están unidos a recuerdos muy hermosos: el Estrecho de Gibraltar a las ocho de la mañana entre neblinas blancas, la luz matinal, atlántica, cristalina, el chispeante acento andaluz, las noches de luna sobre el Hacho, el paso de la frontera hacia Marruecos, la aventura de los fines de semana en Larache o en Fez, y la familiaridad de Tánger o Tetuán, sobre todo de Tetuán, la ciudad querida y siempre añorada, donde el español se pudre al mismo tiempo que se desconchan los viejos edificios coloniales, donde los dignos ancianos comerciantes tienen algo español, muy antiguo, en la mirada.

Ahora lo que dejo es otra cosa. Es la camaradería y el cuidado por los otros, la tolerancia y el afán de algo mejor. Estos que ahora dejo me han regalado algo para que no los olvide, como si hiciera falta algo que los fijara en mi recuerdo. En algo me conocen, porque han unido poesía y música en el presente de despedida. Además del consabido bolígrafo que se le entrega al que se va –en este caso no es tal, sino un elegante rotulador plateado–, además de ese útil de escritura que usaré muy a menudo, me han entregado un disco de un poeta, Ángel González, y de un músico, Pedro Guerra, “La palabra en el aire”. Gracias a todos vosotros por los buenos ratos que estoy pasando escuchándolo. No puedo decir mejor cosa de él que cuando lo escucho me descansa. Sabíais que este año estaba muy cansada, que el final particularmente ha sido agotador, y me habéis regalado un descanso, una voz y una música en la que me puedo recostar como sobre una pradera de hierba fresca, cerrar los ojos y dormitar al arrullo de la palabra y de la melodía.

El orden alfabético

Mira que me gusta Juan José Millás en la mayoría de sus artículos de periódico. También me gusta él mismo como persona, con su simpático problema para pronunciar las erres. Sin embargo, siento decir que me parece mejor articulista y persona que novelista. Ya lo he intentado dos veces, quiero decir, que me guste como novelista, poniendo mucho interés en ello, con la lectura de dos novelas. La primera la leí hace muchos años, “La soledad era esto”, y la verdad es que me aburrí un poco, aunque le veía algo que hizo que superara irresistibles deseos de dejar de leer en algunos momentos y dar la historia por perdida, ya que tan poco me iba interesando. Como soy lectora implacable y disciplinada la terminé y me dije que quizás más adelante con otra novela quizás el autor consiguiera algo de mí. Al cabo de los años, para darle esa segunda oportunidad, me compro esta segunda novela y la tomo con ilusión, diciéndome que por fin se me va a redimir alguien que me cae tan bien y cuyos artículos busco en la última página de “El País”. Pues ha sido que no. El mismo arrastrar de zapatillas por toda la novela, con momentos de hartura que me tentaban con la idea de dejarlo, pero leída hasta el fin por simpatía y por ver cómo acababa aquello, es decir, cómo había podido el propio escritor dar fin a la novela.

La obra está dividida en dos partes: una primera toma un tiempo de la infancia del protagonista, yendo y viniendo de dos mundos, el real y otro fantástico, que se explica por la fiebre del niño o porque el niño ya está un poco loco. La historia febril es digna de un cuento infantil de Rodari, de esos puntos de partida que se les da a los principiantes o niños de escuela para que escriban un cuento: ¿qué pasaría si desaparecieran todos los libros, por ejemplo? Pues eso. La segunda parte abarca también un tiempo de ese mismo niño ya adulto, con la enfermedad de su padre y su muerte, y la persistencia de los dobles mundos, pero aquí sin explicación alguna, como no sea que el protagonista es un locucio. Ya se ve que es todo una parábola y que nos quiere decir que se pierden los libros, que se pierden las palabras, que todo se vacía de sentido, pero no sé por qué veo algo contradictorio en la actitud del autor. Al contrario que a otras personas, según he leído en las críticas de contraportada, a mí este supuesto de las palabras y los libros no me ha inquietado nada, y, teniendo en cuenta que, por ejemplo, “Fahrenheit 451” me puso de los nervios en su momento, creo deducir que, simplemente, Millás no lo ha conseguido esta vez. Al menos conmigo. De momento. Como me es muy simpático y leo todos sus artículos, seguiré insistiendo. Con otros no me molesto.

Para saber más sobre Millás