29 enero 2008

17 de enero: Otra vez el himno y su letra


Una polémica tonta en la vida pública me hace sonreír, si no soltar una breve carcajada. Lo haría con ganas si no hubiera en este país otros problemas más graves y en el mundo en general la miseria y la violencia que hay.
En la carrera estúpida de la españolidad que ha espoleado la derecha de este país, a alguien se le ocurrió la feliz idea de que al llamado himno nacional le faltaba una letra que entonar desde que la que escribiera Pemán quedara obsoleta, que en realidad no se conoce el momento exacto de tal suceso, ya que, siendo aquel ilustre gaditano el autor, nació obsoleta por sí misma. Es cierto que tenía aquella letra oficial una ventaja, y es que, según lo que yo recuerdo, sólo se oía al final en música pelada y monda, o silbada o tarareada, o con letras infantiles nada honrosas. O sea, que no se cantaba tampoco en las fiestas populares.
Ahora van estos y convocan un concurso. ¡Válgame! Estamos para faustos, vaya. Un buen hombre manchego, con poca ocupación por culpa de estos y de su sistema económico, le pone una letra como un ramillete de tópicos y tonterías escasamente poéticas. Hay quien lo acoge como la cosa definitiva, se arma un gran revuelo de críticas y se recogen velas. Seis días dura el himno cantado y vuelve a lo suyo, a su letra original, que es: "tá, ta, tá, ta - tá, ta, ta, tá, ta, etc." Pero el nacionalismo no tiene freno y se sigue buscando un poeta que llene de sentido nuestros muchos sentimientos patrióticos. Y en esas estaba yo riéndome, leo en "Momentos estelares de la humanidad", de Herr Zweig, una de sus miniaturas históricas acerca de, nada menos, que el nacimiento de la Marsellesa como himno de Francia. Confronto ese nacimiento con las letras de otros himnos nacionales y me doy cuenta de que todos animan a picar en un mortero al enemigo, que es siempre el otro, el vecino, a ir sonrientes a sangrientas batallas, a derramar sangre propia, pero sobre todo ajena, y así, pero todo con muchísimo entusiasmo, porque un himno nacional aparece cuando la nación se consolida en un peligro exterior, con su letra y su música, todo de una vez, como un elemento de cohesión entre individuos, pero nunca como un encargo deliberado, en una nación más o menos pacífica, en la que la identidad está en crisis, no por culpa de otros nacionalismos, como creen o dicen creer las gentes de la derecha, sino por una integración en organismos supraestatales y supranacionales, además de por un predominio de lo económico sobre lo político. Si somos consumidores y productores antes que ciudadanos, nuestro himno debería ser "Ya es primavera en el el corte inglés", por ejemplo, y vamos a dejarnos de romanticismos.

Lo que Herr Zwweig escribe acerca de la Marsellesa se llama "El genio de una noche", concretamente de la noche del 25 de abril de 1792, en que un joven músico militar, llamado Ruget, escribe, de manera inspirada y arrebatadora, un himno que recoge el entusiasmo y los gritos de la calle, ante la invasión prusiana en Estrasburgo. Se estrena en un salón burgués sin pena ni gloria, hasta que adoptado como canto de batalla por los soldados marselleses, se extiende entre el pueblo francés de modo natural, arrasando, hasta la gloria del himno, que, como todo himno, es belicoso, pero de defensa de un pueblo amenazado.
Si de las invasiones napoleónicas, por ejemplo, no surgió entre nuestro pueblo un himno con su letra, y fue un rey ilustrado el que eligió una bonita marcha de granaderos, que parece tener su origen en una composición andalusí, pues nos conformamos con eso. Contra lo que se ha venido diciendo estos días de esa marcha, a mí no me parece mala la música, siendo para lo que es.

Ganas dan de hacerse afrancesado en estos tiempos. ¡Qué cruz de país!

24 enero 2008

Catorce y quince de enero, páginas 28 y 30














El día catorce de enero apunto una nota breve a pie de página:

Mi madre me deja dos fotografías de mi padre en plena juventud. En una se le ve de perfil en primer plano, teniendo como fondo una pintura suya de la feria de Murcia que recuerdo bien. En la otra, está pintando en el portal de la antigua sede del periódico La Verdad, de modo que se puede ver el lateral de la catedral (Capilla de los Vélez y Junterones) y la Plaza de los Apóstoles.
Me ha encargado que le compre dos marcos metálicos sencillos para tenerlas en su habitación.
Yo no puedo concretar qué sentimientos me producen estas dos fotos, como aún no puedo concretar cuáles el propio hecho de su muerte. Creo que ese hombre joven, atractivo, enérgico y de carácter natural bueno, murió hace ya muchos años. Yo lamento ahora su muerte imperceptible desde entonces, pero sobre todo la del anciano enfermo, dulce y cariñoso, sin fuerzas, que a veces no nos reconocía, pero siempre nos sonreía y nos dejaba acariciar sus manos. Sus manos que fueron de una pasmosa fortaleza y energía creadora.

El día quince ya había cumplido el encargo de mi madre y así lo hago constar en el cuaderno, entre otras menudencias.

Antes de ir al instituto, he pasado por una tienda de regalos. El cometido era preciso. (...) Mi misión, aparte escanearlas -me refiero, claro a las fotos de mi padre- era encontrar dos marcos adecuados. De vuelta de recoger mi último análisis del colesterol -preferiría tener cuernos, como decía una graciosa andaluza, porque con eso al menos puedes comer de todo- he entrado en una tiendecilla de Simón García, con un pretencioso nombre: Delomás. Una de las múltiples tiendas de inutilidades que proliferan en esta ciudad. Es regentada por una andaluza blanca y carnosa de mediana edad, que hace sudokus para entretener la larga espera de clientes en busca de naderías; por eso me ha atendido con tanta paciencia y solicitud. Los marcos elegidos eran dos, que creíamos de tamaño apropiado, muy sencillos, de acero mate. Uno iba que ni a medida. Al otro le sobraba un filillo para que la foto no quedara holguera. Para compensar, a la andaluza se le ha ocurrido poner de fondo el dorso de la foto que traía de fábrica y que representaba a un niño con gorrita y pichi de cuadros. Esa foto va a ir pegada a la de mi padre, como una intrusa, de manera oculta. Y si dentro de veinticinco años se le ocurre a alguien mirar dentro y se la encuentra, ¿qué se pensará? ¿Un niño de la familia? ¿Un hijo secreto de mi padre? ¿Una superstición popular de principios del siglo XXI? ¿Algo sin explicación? Yo sé que a mi padre, al menos, no le importaría, porque adoraba a los niños, los divertía con canciones, cuentos y dicharajos, les cantaba y los pintaba a cada ocasión, y decía que lo más difícil de pintar del mundo es un rostro de niño, porque hay algo que siempre se escapa, por bien que se atienda. Sin embargo, parece algo raro que un niño desconocido esté junto a su imagen para mucho tiempo. Hay algo mágico detrás de la simple utilidad de dar un fondo blanco para que no se vea el cristal.
Me viene al recuerdo una anécdota de Ceuta. El padre y el hermano de una compañera mía se llevaban muy mal, hasta el punto que la familia temió una ruptura definitiva de los dos hombres de la casa. Entonces la madre recurrió a un encantamiento ritual marroquí que le había dicho su asistenta, un acto de magia simpática. Puso las fotografías de los dos, cara con cara, y las metió así enfrentadas en un tarro de miel; luego escondió el tarro en un lugar recóndito de la casa y esperó. Por lo visto, al mes del ritual, los dos estaban a partir un piñón, consultándose sus problemas y tratándose con afecto. esto hizo que mi compañera y toda su familia creyeran a pies juntillas en la magia del país vecino. es de suponer que el proceso contrario también tendría su efecto: dos fotografías enfrentadas por el envés metidas en algo desagradable, como vinagre, detergente o cualquier cosa que se ocurra, haría que las personas se odiaran. ¡Qué fe tiene la gente!
Y ahora, al poner un niño, la imagen de un niño, junto al retrato de mi padre muerto, aunque sea por algo tan sencillo como utilizarla como borde blanco de la foto, he pensado que él estará contento. O sea, que si no fe, me encuentro al menos rastros importantes de irracionalidad.



22 enero 2008

Página 32: 16 de enero. KWAIDAN



He recuperado una antigua película japonesa que había visto hace muchos años, seguramente en aquellas sesiones de madrugada de la televisión pública, el cine de la dos. Si entonces me gustó, ahora la he disfrutado de otro modo. La madurez me ha dado una visión global de las obras de las obras de arte; no sé cómo lo hago, o cómo esto ocurre, porque, siendo mayores los conocimientos intelectuales, que podrían apartarme del placer estético por análisis y distanciamiento, se hace mucho mayor de una manera directa, inmediata. Debe de ser que ese placer poético tiene que conllevar una unión lo más perfecta posible de intelecto, sentimientos y percepción sensorial.
Esta película es "Cuentos de fantasmas", de Masaki Kobayashi. Son cuatro maravillosos relatos basados en cuatro cuentos fantásticos de Lafcadio Hearn,
un autor al que yo no conocía hasta ahora y por el cual me voy a interesar.
La primera historia, "Pelo negro", es un total clásico, del género. Y lo digo en doble sentido, del género cinematográfico de terror y del género en cuanto relación entre hombres y mujeres. La mujer sumisa, dulce, servicial, abandonada por su esposo samurai, que parte en busca de fortuna, espera como fantasma su regreso. El hombre prospera y se casa con una mujer estúpida, orgullosa y vanidosa, de una influyente familia. Arrepentido de haber abandonado a su suerte a su primera esposa, que cumplía, como ahora evoca, todos los requisitos de su género, regresa a su antiguo hogar y es recibido por la mujer, misteriosamente joven como antes, sin reproches. Después de una noche de amor, al despertar comprueba con extremo horror que ha dormido con el cadáver de su esposa y que todo es ruina y destrucción en torno suyo. Él mismo resulta destruido por el terror. Me acordé de don Félix, el estudiante de Salamanca, obligado a desposar el cadáver de doña Elvira, la mujer deshonrada por él y abandonada. Imágenes contrapuestas de las dos mujeres marcan aquello que él ha destruido o ganado con su ambición y su soberbia. La primera mujer aparece siempre sola, trabajando en el telar o en la rueca; la segunda esposa, siempre acicalándose y rodeada de sirvientas. La primera, en el interior de la casa; la segunda, en el jardín. Una es la modestia, la vida sencilla y ordenada, el amor plácido y complaciente; la otra, la ambición y la vanidad. Pero lo que se deja atrás es irrecuperable.
Otra preciosa historia, de imágenes distantes y frías, pero impresionante en su desarrollo, quizás debido a eso mismo, es "La mujer de las nieves", que recoge una tradición muy remota, la de la mujer mágica que desposa a un mortal con la condición absoluta del secreto. Una mujer que lleva una vida normal con un hombre al que hace muy feliz y con el que tiene hijos; sólo si él no revela a nadie el secreto de su encuentro primitivo, continuará la felicidad, pero si no es así, ella volverá a su medio mágico y lo abandonará. Hay un cuento esquimal semejante, el de la mujer foca, cuyo secreto se cifra en la piel guardada celosamente por la mujer que ella se quitó para ser la esposa del cazador. Una noche cada cierto tiempo, la mujer se pone la piel y se va a la orilla del mar a bailar con las otras focas. Mientras él no siga a su curiosidad y no la vea en ese trance, continuará la perfecta y feliz convivencia, pero, claro, estas pruebas de cuento están para no superarlas, y el hombre cae finalmente en la tentación de seguirla y entrar así en la profundidad de lo femenino. Aquí la no superación de la curiosidad, no el secreto, sino la guarda de un secreto; es la trivialidad, el descuido, el verdadero pecado. Como ocurre con este pobre japonés que al cabo de los años le cuenta el secreto a su propia esposa sin saber que ella es la Señora de las Nieves que un día vio en el monte nevado mientras recogía leña y con la que pasó una noche de amor y miedo.
Hay una historia sobre el horror de la cotidianeidad, cuando un objeto cualquiera puede convertirse en una obsesión terrorífica. Este relato es "En una taza de té". Merece la pena el estudio psicológico de la obsesión llevado magistralmente a imágenes.
Pero posiblemente la mejor de las historias -aunque en esta obra maestra fragmentaria eso va en gustos-, o al menos la que más me impresiona a mí, es "El hombre sin orejas", grandioso relato de fondo épico, con una resonancia heroica fascinante. En primer lugar porque rescata a los viejos aedas ciegos -creo que definitivamente desaparecidos de la faz de la tierra-, que cantaban las hazañas de los héroes por las cortes medievales. Tengo que investigar ese hecho, histórico o legendario, de las luchas de dos antiguas dinastias, porque no sé si se corresponden también a la novela dinástica del siglo XV, "Genji", escrita curiosamente por una mujer, y que tengo preparada para leer en breve. Las escenas teatralizadas del relato, correspondientes a las visitas del aeda al palacio fantasmal de los héroes muertos en la batalla, la escena de la noble nodriza acercándose a la borda del barco para arrojarse al mar con el pequeño emperador en sus brazos, la pintura de los escritos sagrados en el cuerpo del aeda, excepto en sus orejas, razón por la cual los espectros se las arrancan, el ambiente calmo del monasterio, los antiguos cantos épicos, son elementos muy memorables de la película. Una joya.

14 enero 2008

Lectura diez de enero: Forster y ¿ahora qué?


Con afán de lectura, como cuando era adolescente y rebuscaba en la biblioteca de mi padre qué leer apenas acabado de devorar el último libro que había caído en mis manos. Algo ha cambiado, sin embargo, cuarenta años después de haber leído La Celestina a escondidas, porque, decían, no era libro adecuado para una jovencita, cuando nadie podrá encontrar un libro más "adecuado" para amainar pasiones de quince años. Claro que ha cambiado algo, incluso mucho: la selección crítica de las lecturas, el amor a determinados autores, el rechazo de otros porque no hacen vibrar nada en mí, o me conducen a caminos cerrados, o no me interesa su conversación. También ha cambiado el modo de leer, menos apasionado, más distante; y el placer obtenido, que es menos arrebatador, pero mucho más profundo, sosegado, reflexivo. Cuando escribo de la lectura, parece que estoy hablando de lo ocurrido con toda mi vida. Se lee como se vive, se vive como se es.

Y todo esto lo traigo a la mente porque ayer terminé de leer -de releer, en realidad, que es más gustoso aún- "Una habitación con vistas", de la mano de Mister Forster, ilustrísima dama victoriana, rebelde y sensata a un tiempo, sufragista, liberal, y siempre en la cuerda delicada de la ironía. Apenas recordaba nada del argumento; así que ha sido en realidad una casi primera lectura que me invita a una mayor frecuentación de este cortés caballero. Perdón por las flagrantes contradicciones. Son a propósito del todo.

Y ahora ¿qué? Elegir entre múltiples candidatos a ocupar mi mesilla durante unos días. Al final, volver a Herr Zweig, ahora con un libro de ensayo histórico, "Momentos estelares de la humanidad". Uno de cuentos con idea de fondo y algo de realidad histórica. Ya he leído el primer artículo dedicado a Cicerón y el segundo sobre la caída de Constantinopla en poder de los turcos. Lo que una vez más me resulta estremecedor es considerar la crueldad de toda la historia humana; los dos momentos estelares de la "humanidad" revisados por Herr Zweig tratan o de una buena ristra de asesinatos políticos -los cuales me afectan anímicamente por la violencia en sí, pero no me rebelan, porque los considero ajustes de cuentas entre mafiosos, como no me estremecen las muertes violentas de los gángster unos a manos de los otros-, o bien el saqueo salvaje de una ciudad, con todo el dolor, la sangre y la violación de los principios más sagrados, humanamente hablando, que tal acción conlleva.
Los hombres son unos estrellas, de verdad. Por eso tienen momentos estelares.

13 enero 2008

Dos, cinco y diez de enero: tres lecturas













Anoto las lecturas del dos a diez de enero: los libros cuyas portadas se ven aquí.
El día dos de enero apunto en mi Cuaderno:

Maestra de maestras, Emilia Pardo Bazán me ha traído y llevado últimamente por su Galicia rural, por Madrid, por La Coruña y hasta por París. He dado un buen paseo con la condesa, escuchándola hablar con su voz firme de mujer segura y tierna de mujer gallega, no exenta de malicia, que siempre le imagino. Gruesa y pesada de apariencia, me sorprende su agilidad impensable para recorrer sendas, caminos, hazas y senderos, lo mismo que su elegancia para entrar en los salones y en los grandes palacios como una reina, de casa en casa, de la orilla del mar a la montaña, curioseando en las cosas y, sobre todo, en las personas, cotilleando amores y desvaríos, siempre compasiva con la debilidad, implacable con la brutalidad y la maldad humana. Cuentos amables o escarpados como los acantilados, dulces o delicados como encaje.
Nunca me viene mal dar un paseo con esta vieja señora amiga. Aprendo lo indecible, me divierto y me preocupo. Es un pozo de ciencia y una maestra de la lilteratura.
Así que de nobleza a nobleza, después de su colección de cuentos "La maga primavera y otros cuentos", voy a frecuentar por unos días a un caballero vienés no menos amable y profundo, a Herr Zweig, en su novela póstuma, "La embriaguez de la metamorfosis". Él tampoco me ha defraudado nunca.

Y continúo en el mismo día, unas horas después, tras haber leído las ciento setenta primeras páginas de la novela de Zweig:

No sólo es que el caballero Zweig no defrauda, sino que además te arrastra en el vértigo de su narración. Comencé el libro a media tarde y a las once y media, con la interrupción de la cena y la visita de Brahim y Fatima, había avanzado ciento setenta páginas sin darme cuenta, pero disfrutando muchísimo de ese lenguaje fluido, apenas adornado de retóricas, que al tiempo parece no ahorrar detalles de fino análisis y observación. No podía dejarlo, en realidad, no quería dejarlo, porque lo estaba pasando francamente bien con la lectura. Tendría, sin embargo, que retrasarlo cuanto pudiera, para que el placer me durara algo mas. Siempre al final de uno de esos libros que parecen mágicos, queda un gran vacío que no se sabe cómo llenar y cuesta mucho encontrar otra lectura tan arrebatadora.

El cinco de enero se acabó lo bueno y anoto en mi Cuaderno:


Hoy termino de leer "La embriaguez de la metamorfosis", de Herr Zweig. Dura y triste novela, narración de la desesperanza. Es una novela póstuma, lo que quiere decir que la debió de escribir poco antes de pegarse un tiro o lo que fuera que hiciese para suicidarse. El estado de ánimo se nota en cada línea y en cada palabra, rezuma entre las líneas. Es un verdadero maestro del ritmo; como lectora, vas siguiendo el mismo proceso que la protagonista, incluso en el ritmo mismo de la lectura. Un milagro. Lento, arrastrado, pesado al principio; luego vivaz, falsamente alegre, a la carrera, enloquecidamente; después, en la parte final, de nuevo lento, pero ahora con la enorme tristeza del vacío. Un maestro del tiempo narrativo.

Recojo una anotación de Zweig sobre el viaje, de la página 46:

"...la energía del viaje, esa fuerza capaz de arar almas que con un único corte nos arranca del cuerpo la corteza dura de lo habitual y devuelve el núcleo desnudo y frustífero al elemento fluido de la metamorfosis".


Ese mismo día acepto la invitación de otro caballero, Mister Forster para acompañar a una joven inglesa y a su, al parecer, desafortunada prima, en su visita a Florencia y posteriores vivencias. Es una relectura que tenía intención de hacer desde este verano. El diez de enero lo termino, Ya no hay tanto tiempo de leer como en las vacaciones de Navidad, pero el ritmo continúa.




10 enero 2008

Página del nueve de enero




En esto se entretiene uno de mis alumnos de Bachillerato -Artístico, naturalmente- mientras buena parte del resto de la clase, y yo misma, sobre todo, yo misma, nos devanamos los sesos desentrañando la complicada sintaxis de una enorme oración compuesta. ¡Dios lo bendiga, después de haberle concedido tantos dones ceativos! Lo que no sabe él es que yo recojo todo papel pintado o escrito y a veces hasta lo guardo, y a veces me da qué pensar o que reír, e incluso lo saco en el blog.

09 enero 2008

Remedio de eterna juventud

El cuadrito es de Germán Hernández Amores.
Margarita y Mefistófeles en el templo


¡Qué divertido lo que dice Mefistófeles al joven estudiante, haciéndose pasar por Fausto, que anda a su vez recorriendo los espacios siderales en un viaje místico y onírico! Parece que el demonio es más realista que el hombre y sabe a qué atenerse. El muchacho le pregunta, después de muchas consultas profundas que Mefistófeles contesta haciéndose el interesante y engañándolo como a un chino, por el secreto de la eterna juventud, un remedio para estar siempre joven, y el demonio zumbón le contesta: "Eso está en otro libro".
¿En qué libro estaría? Ni el demonio mismo conoce el remedio, ese elixir perseguido por la Humanidad desde sus orígenes. A él, realmente no le hace falta y, pensándolo bien, tampoco a los seres humanos. Sería horroroso, así que con tanto corretear detrás de ese elixir, resulta que nos hemos pasado milenios pensando mal, pero que muy mal.

08 enero 2008

Carta del Más Allá


















He recibido estas Navidades una carta del Más Allá. Nadie piense que he perdido la chaveta o que soy una médium o, simplemente, una crédula. Nada fuera de lo normal, al parecer. Es completamente cierto que mi abuela Bibiana, la madre de mi padre, muerta hace quince años, me ha felicitado este año la Navidad. La prueba irrefutable, esa carta de su puño y letra no fechada.
Hace una semana me la entregó mi madre. Debió llegar dentro de un sobre mayor o bien ella lo entregó en mano a alguien que fue a visitarla. Bendito este tiempo en que se reciben cartas del Otro Mundo, mensajes de hace muchos años. La casa familiar de Sangonera anda revuelta; todo se cambia de sitio, todo se reordena y se acomoda a la falta de una pieza que fue de la mayor importancia, y entonces, inevitablemente, aparecen los mensajes de ultratumba. Este yacía en un cajón, nadie me lo había entregado antes, porque esperaba, como el anillo, su tiempo exacto de aparición. Como decía Yourcenar, el azar -el destino- tiene sus leyes, pero las desconocemos, y por eso le llamamos azar. Esperaba precisamente el tiempo en que yo debía leerla. Ahora.
Es una cartita llena de amor. Mi abuela nació a finales del siglo XIX -de hecho, murió hace quince años, habiendo cumplido los cien. Como niña asistió a las fiestas de fin de siglo y siempre lo relataba como algo gradioso, y eso que su niñez no salió nunca de una ciudad pequeña, pero incluso allí se hicieron grandes celebraciones finiseculares. Parece ser que lo que más le impresionó fue ver el vuelo de un globo aerostático. Mirada de niña atónita ante los primeros milagros tecnológicos; luego fue jefa de teléfonos, también un invento finisecular.
Ella escribía con ese estilo familiar de su tiempo, donde había fórmulas precisas según el grado de parentesco, confianza o cariño. Le gustaba escribir cartas. Tenía una amiga de juventud que vivía en Madrid, María Ladrón de Guevara, a la que escribió con frecuencia hasta edad muy avanzada. Nunca le dijeron en qué momento su amiga del alma había muerto; hacía unos años que ya no podían escribirse, y a veces se quejaba de que María no le había contestado a su última carta.
Pues la carta que estos días he recibido yo de ella está escrita en ese estilo que he dicho, pero como hay un algo en la voz de tinta del que escribe que va más allá del estilo y más allá de cualquier fórmula retórica o convenciones de época, a mí, desde el más allá, en esta letra escolar antigua, pero deformada ya por la edad, me llega su calidez, su piel blanca como masa de pan, su sonrisa desdentada, tierna, su bondad natural. Me dan ganas de contestarle con una postal de Florencia, por ejemplo, o de su querida Lorca, pero no sabría a qué buzón echarla. Sé que ya no puedo ir a Cehegín a verla y sentarme a su lado, a escuchar sus historias, que abarcaban todo el convulso siglo pasado, mientras la veo hacer interminables y primorosas labores de ganchillo. De crochet, para estar a la altura de la época.

07 enero 2008

Segunda página: uno de enero


En otoño perdí un anillo. Era un anillo muy corriente, nada especial ni valioso. Su pequeña historia se remontaba a doce años atrás, cuando celebramos nuestros veinticinco años de matrimonio. Decidimos que nuestra relación ya merecía unos anillos de verdad, sólidos, de oro. Si no habíamos podido acabar con ella en veinticinco años de locuras, experimentos, familia, encuentros y desencuentros, es que ya no podría nadie ni nada con ella. Como por entonces no andábamos mal de dinero, no quisimos comprar unas alianzas ya hechas para la celebración del evento, sino que los encargamos a Marcos, el joyero de Ceuta, y los encargamos especiales, anchos, de un oro muy puro.
Eso estuvo bien. Cosa ya consolidada. Sin embargo, yo tenía otro pequeño deseo que concederme en aquella ocasión. Quería tener un ajustador de oro con mi inicial. Si el anillo de mi compromiso ya no dinamitable iba en mi mano derecha (ay, la mano derecha de los diestros, sensata, trabajadora, seria, cabal, social, activa, indispensable...), en la mano izquierda llevaría el anillo de la propia identidad. También es la mano izquierda bastante necesaria, nadie lo duda, incluso a veces para una misma, pero en lo simbólico es otra cosa bien diferente: tómese todo lo dicho de la derecha, vuélvase por contrario y eso es la mano izquierda.
También Marcos hizo el otro anillo de la otra mano y casi a la vez que los dos de alianza. Desde entonces ni el de la diestra ni el de la siniestra han faltado de mis respectivos dedos anulares ni un día.
Hasta que este año, en el otoño, perdí el ajustador con mi inicial. Fue en el campo, una mañana en que estábamos trasplantando macetas. Cuando lo eché en falta, creí que al echar turba se había salido de mi dedo y caído al fondo de un macetón. Podría haber desmontado todas las plantaciones que había hecho hasta el momento, pero me pareció tan trabajoso que no lo hice. Siguiendo con valores simbólicos, atribuí al ajustador con mi inicial el valor del orgullo, de la independencia, de la libertad, de la afirmación propia, y pensé seriamente si todo eso lo tenía o deseaba tenerlo, incluso si merecía la pena tenerlo o desearlo. En cierto modo, quizás sí, pero si el destino me lo había quitado en aquel trabajo con la tierra, con las plantas, al aire libre, adornando mi casa con seres vivos, eso tenía que tener un significado. Lo acepté como quien acepta que las noches sigan a los días. Busqué un poco por donde habia estado aquella mañana y me rendí pronto ante el enorme espacio de chinarro, piedras, tierra y matorral que tenía que registrar.
Sin gran pena lo he venido echando de menos durante estos meses; un sentimiento de pérdida suave, melancólico y resignado. Pensaba que dentro de unos años, cuando hubiera que cambiar la buganvilla o el jazminero, lo encontraría entre la tierra; también que podria encargar otro semejante, aunque ya no sería el mismo ni lo mismo. Por otra parte, tenía un ligero sentimimento de libertad que no sé de dónde venía. Hasta una leve satisfacción de haberlo perdido.
Así que no me podia imaginar que su hallazgo pudiera algún día ser un acontecimiento tan pleno, tan cargado de valor.
Hoy, el primer día del año, mi hijo me lo ha traído a casa. Lo había encontrado entre el chinarro, a un lado del camino. Me asombra que haya estado allí durante un par de meses, intacto, brillante, sin ser arrastrado por la lluvia torrencial que cae por allí en arroyos, ni cubierto por piedras, ni aplastado por las ruedas de un coche. Me sorprende que haya sido precisamente Sancho quien lo haya visto. Cuando me lo ha dado me ha dicho que tenía que quedarle "eternamente agradecida", lo que dudo mucho porque yo misma no voy a ser eterna, espero. Digamos simplemente que mientras viva no lo olvidaré; de ahí en adelante, no me atrevo a decir nada.
Lo único que me preocupa es saber qué pueda significar esta recuperación en el primer día del año. Debo de ser muy poco poética, porque podría echar la imaginación por esos mundos y encontrarle, no uno, sino varios significados entre los cuales podría elegir el que mejor me acomodara, y sin embargo, en esta noche tranquila, después de todo el ajetreo familiar, junto al fuego de la chimenea, no encuentro más simbolismo que mirarlo en mi dedo de la mano izquierda, pensar en la milagrosa recuperación y recordar el rostro sonriente, noble y dulce de Sancho cuando me lo ha devuelto de la tierra.

06 enero 2008

Primera página

Todo me pertenece, todo me ha sido dado.
Entré como halcón y he salido como fénix.
¡Estrella de la mañana, ábreme el camino
para que vuelva a entrar en paz en el hermoso
Occidente! Pertenezco al lago de Osiris.
¡Ábreme el camino para que vuelva a entrar
y adorar a Osiris, el señor de la Vida!

Libro de los Muertos
Capítulo 122


Esta es la cita que figura en la primera página del Cuaderno 2008. En páginas posteriores, en el día 1 de enero, aparece un comentario sobre la razón de la cita:

Hoy hace un mes que murió mi padre. Creo que todavía no he comprendido del todo la pérdida. Y sólo tengo una seguridad, que a él no lo volveré a encontrar. No aquí, no así.
Quizás escribirlo me vaya dando la conciencia real de lo que ha pasado en mi interior con su muerte. O quizás no sea lo que ha pasado, sino lo que tiene que pasar.
Cuando elegí esta cita del Libro de los Muertos, sabía que este año, inaugurado con este cuaderno, estaría a la sombra de su muerte, pero no fue elegida de una manera totalmente consciente. Estuve leyendo el Libro egipcio en la Biblioteca, copié aquel fragmento en mi libreta que me servía entonces de agenda hasta la entrada del nuevo año, entre tareas académicas, listas de comprar o encargos domésticos, y entonces no supe por qué la copié -aunque debajo, en letra muy pequeña, hay una anotación sobre una sugerencia de relato-, y ayer, útlimo día del año ido, al abrir esa libreta ya tan maltratada y abultada, para ver mis muchoas trabajos para la cena y la comida de Nochevieja y Año Nuevo respectivamente, me la encontré. No lo pensé mucho; la trasladé al comienzo de este cuaderno, el cual también compré en un impulso, hará unos tres meses, sin saber qué finalidad le daría.
Y así, con estas notas, me he ido alejando de nuevo de la idea de que mi padre murió hace un mes, y que nadie nunca me lo devolverá. No aquí. No así.

Cuaderno 2008

A veces, sin saber para qué exactamente lo usaré luego, compro un cuaderno. Este que veis aquí me enamoró a la primera mirada. "Cómpralo, ya lo usarás para algo bueno. Y si no, que lo disfruten tus herederos", me decía esa voz interior tan persuasiva que nos habla cuando algo nos tienta y nos parece que no deberíamos cogerlo; en este caso se trataba de un capricho. Yo no había salido a comprar ningún cuaderno, ni me hacía falta tampoco. Pero al final lo compré y ahora no me arrepiento en absoluto, porque va a ser mi
CUADERNO 2008

¿Os hablo de un diario? Algo así. He solido llevarlos a lo largo de mi vida, de una manera intermintente. He terminado pocos cuadernos hasta la última página; algunos sí, los privilegiados, los más queridos, los correspondientes a tiempos de felicidad.
¿Y éste tendrá esa suerte? No lo puedo saber todavía, pero sé que ahora soy mucho más disciplinada y tengo, incluso, un punto de obsesiva. Tampoco sé cómo serán los tiempos que se avecinan y si esos tiempos influirán en mi continuidad como escritora de diario. Mientras lo mantenga, una promesa: pasaré aquí aquellos textos personales que pasen mi prueba. Por eso irán con retraso respecto a los días de publicación. Antes dormirán un poco. La tinta es demasiado negra cuando está recién escrita. Tiene que agrisar un poco para que esté en su punto.