Una mañana apareció mi barrio lleno de estas pinturas en las paredes de las casas derribadas, acciones que no se pudieron hacer sin la colaboración de las instituciones. "Dar un pico a un pájaro", "El jardín de las jirafas", por ejemplo, eran los títulos que tenían los enormes murales. Impresionaban entre los escombros de los derribos y la suciedad de algunas de las callejas en las que estaban. Aunque la idea me gustó y poco a poco me estoy acostumbrando a verlas, de modo que, si las quitan, notaré su ausencia, no puedo dejar de pensar que hay gato encerrado en ese uso del solar y de la pared desnuda. No sé qué gato, ciertamente, pero alguno debe de haber, aunque sea pardo. Y es que ene esta ciudad muchas personas vivimos en la desconfianza continua. Es un ejemplo solamente: no nos atrevemos a ponderar la belleza de un árbol, la buena sombra que da, lo grande que se ha hecho, porque pensamos, quizás con pensamiento mágico, que el concejal correspondiente nos oirá y mandará cortarlo. Hemos visto talar muchos hermosos ejemplares para rasar plazas de cemento y piedra artificial. No me voy a enamorar mucho de estas pinturas porque pueden desaparecer cualquier día. No sería una tremenda pérdida, pero se desea, quizás injustificadamente, que la ciudad sea reconocible, que mantenga lo que tiene, que sea humana. La tendencia no es esa. Por desgracia.