20 noviembre 2018

Relatos de gatos


A propósito de gatos, la Editorial Quaterni, especializada en literatura japonesa, publicó este mismo año un librito pequeño, pero intenso, con protagonismo de estos enigmáticos animales. Se trata en realidad de una breve antología de relatos en los que el gato es el tema fundamental, aunque no en todos con igual presencia y protagonismo.
A mí me gustan los gatos, como todo el mundo sabe, y también me gusta la literatura japonesa, así que esta combinación es perfecta para hacer mis delicias. Como así ha sido. Son sólo cinco relatos, pero todos ellos interesantes, aunque a mi parecer se destacarían dos de ellos, “El gato”, así de simple el título, de Osamu Dazai, y “El honor de Otomi” de Ryonosuke Akutagawa, este último bien conocido de lectores y cinéfilos por ser el autor de los dos cuentos que Akira Kurosawa refundió en su magnífica película “Rashômon”. Lo cuál no quiere decir que los otros tres relatos no sean también de gran calidad.
 Abre el tomito antológico un irónico relato llamado “La oficina gatuna”, de Kenji Miyazawa, una auténtica fábula en la que donde pone Gato Negro podemos poner “jefe” y donde pone Gato Ceniza podemos poner “último gato”, siempre despreciado y sometido a acoso inmisericorde por sus compañeros felinos. Lo cierto es que, a pesar de esconder una negra amargura por la competitividad y la crueldad humana, el relato es en sí muy divertido cuando se imagina el aspecto de esos gatos casi humanos y esa inoperante oficina gatuna.
El relato “Ratones y gatos” de Torahiko Tekada es un delicado y tierno paseo por la vida cotidiana de una familia japonesa en su lucha contra los ratones. Como el narrador es un padre de familia nipón y no son ellos de luchar a brazo partido contra lo inevitable, al final hay una pacífica convivencia de todos los seres sintientes de la casa. Y una bella reflexión del narrador-protagonista al final del relato:
Últimamente los veo sentados, con el lomo arqueado, en el leño del porche que hace las veces de escalón. Observan el jardín iluminado por la luna de otoño. Al mirarlos, siento la serenidad de la noche. A veces me parece que estos no son los gatos que conozco sino seres de otro mundo, un mundo del que los humanos no tenemos ni idea. Seguramente, esta sensación no nos la provocaría ningún otro animal doméstico”.
 Sin duda, mi relato preferido de esta serie es “El honor de Otomi”, tanto que quizás le dedique toda mi atención y lo analice a fondo, porque es de una belleza asombrosa. Aunque a mí ya nada me asombra de Akutagawa, un maravilloso narrador de talla universal. En “El honor de Otomi” ha plasmado Akutagawa todo un período histórico de Japón, la entrada de la era Meiji y el fin del feudalismo, de un régimen cruel y militar a un estado civilizado, sin olvidar su implicación en los acontecimientos de las vidas humanas particulares, con dos grandes ejes, el amor y la ética. Y no digo más, porque hay que leerlo, aunque me temo que no está fácil buscarlo en la red, si no es en japonés.
De “La gata y la Muramasa” merece la pena el extraño ambiente que se crea entre dos personajes en un tren. Fuboku Kusakai recupera la figura del Bakeneko, el espíritu malvado de un gato, en un relato sombrío y penoso, que da más pena que miedo. Un cuento inquietante en la mejor línea de los relatos fantásticos japoneses de yokais.
Y el último, una joya diminuta que apenas ocupa una página, “El gato” de Osamu Dazai , otro de mis preferidos por su sencillez y humor ácido. Realmente trata de un amor no correspondido, que avisa de que donde no hay no se puede esperar nada. O también, no hay que hacerse falsas ilusiones amorosas. O qué simple es enamorarse. O hay amores muy interesados. O sea, que es un cuento con múltiples lecturas a pesar de ocupar solamente quince líneas de un libro pequeño.
Aparte los deliciosos textos, el libro viene ilustrado con preciosas estampas de gatos. Vamos, que es para no olvidarlo. Incluso es algo para recrearse de vez en cuando, sobre todo cuando, como esta tarde, el tiempo está lluvioso, hace frío y la naturaleza está callada.

01 noviembre 2018

Señor don Gato



Dueto de los gatos de Rossini


A propósito de gatos, sobre estos misteriosos animales hay tradiciones de todas clases, representaciones pictóricas, cuentos, tanto clásicos como populares, canciones, refranes, y hasta un dueto maravilloso de Rossini y una novela de Galdós. Y estoy hablando sólo de Occidente, y, desde luego, no puedo abarcarlo todo. Por eso me limito a mis recuerdos y a mis escasos conocimientos.
Por ejemplo, ese dueto de Rossini que me parece una delicia, lo conocí gracias a mi padre, gran aficionado al bel canto, al que le parecía un precioso divertimento.
Pero también he bailado de pequeña con mis amigas en la Glorieta o en el patio de recreo un viejo romance infantil, El señor don Gato, que no se sabe si su tema principal se basa en una prosopopeya o en una zoomórfosis, es decir, si se atribuye al animal la humanidad o a un humano se le transforma en gato para disimular. Para mí que don Gato es un animal personificado. Sólo sabemos que es un gato porque: primero, está sentadito en su tejado; segundo, es enamoradizo y lascivo, así que es capaz de despeñarse por su prometida, cosa que hacen los gatos siempre; tercero, le gustan las sardinas, y cuarto, tiene al menos dos vidas, porque resucita, y todavía le quedan cinco, si es verdad el refrán.
A mis hijos les he cantado de pequeños dos canciones infantiles sobre gatos, con gran éxito de crítica y público. Una es un canon, sencillo y fácil, que dice sólo que mi gato (yo no tenía gato, pero colaba) quería un lacito colorado y yo, hecha una malvada bruja, en un claro caso de maltrato animal, no se lo compraba porque me encantaba ver al gato enfadado. Todo era una patraña cantada, claro, pero ellos se dormían que era un gusto. El otro hablaba de lo que los gatos hacen para acicalarse, que todo el mundo sabe lo que es, lamerse por todos sitios que pueden y con las patas llenas de su saliva atusarse los pelos.
Ron, ron, ron; hacen ron, ron, ron,
los gatitos al lavarse
y a su modo acicalarse,
ron, ron, ron; hacen ron, ron, ron.
Ron, ron, ron; hacen ron, ron, ron,
sus patitas remojando,
piel y orejas atusando,
Ron, ron, ron; hacen ron, ron, ron.
Etc.

De niña encontraba muy raro el cuento de El gato con botas. Me parecía estrafalario. ¿Un gato que habla y se viste? ¿Un gato con poderes mágicos? ¿Un gato en mi colección de cuentos maravillosos? Ninguna de estas cosas es rara, pero sin saber por qué, este cuento en concreto me parecía extravagante, y quizás fuera que el contexto de las ilustraciones era preciso y realista, la nobleza francesa rural del siglo XVIII en todo su esplendor. De mayor me empezó a gustar que ese Gato, así con mayúsculas, fuera un perfecto cortesano, elegante, redicho y mentiroso y, sin duda, mucho más listo, astuto y animoso que su pobre amo. Demasiado tarde, ya tuve que dejarlo para disfrute de mis hijos pequeños, a los que, según creo, tampoco les entusiasmaba.
Mi abuela María era de tener amimales domésticos en abundancia y en alegre convivencia con los humanos. Que yo recuerde, tuvo tres gatos bien guapos. El más viejo se llamaba Fígaro, el segundo Lunares y el tercero Monín. Como se puede apreciar, el buen gusto para los nombres gatunos fue decayendo y, en extraña trayectoria, pasó de lo cultural a lo apariencial para caer finalmente en lo “cuqui”. Yo también tuve un gato en Marruecos que empezó llamándose Visir y terminó como Gusi, el mismo gato. Cuando volví a Murcia, se lo dejé a mis padres en el chalet de Alcantarilla, donde disfrutó del jardín mientras quiso, que los gatos son muy suyos. Según mi padre, les “hablaba” a los demás gatos del vecindario, y yo me lo creo. Era muy especial, el Gusi, y mi padre también, pero de otro modo.
Ahora no tengo gato, pero me encantaría tenerlo. Lo malo es que no puedo. El campo donde vivo tiene una rica fauna de pajarillos, lagartos y culebras, todos los cuales serían presa de un gato bien plantado. Cada mañana me encontraría un presente de mi señor don Gato en la puerta de mi casa. Y eso no.