Ya está en las librerías la
nueva novela de Rubén Castillo, La voz oscura, y en ensayo la
adaptación teatral de su novela Los días humillados, mientras
que yo ando dándole vueltas aún a su último libro de cuentos, Muro
de las lamentaciones. Es
decir, él va a la velocidad del rayo escribiendo, y yo parezco un
caracol asmático leyendo y escribiendo.
Me
consuelo pensando que nunca es tarde si la lectura (y su reseña
correspondiente) es buena, y para mí lo ha sido.
Ya
declaré en algún sitio, no recuerdo dónde, que Muro de las
lamentaciones me parecía la obra más madura y redonda de Rubén
Castillo. Lo dije entonces y lo mantengo. He seguido a este escritor
amigo con más o menos asiduidad, o sea, he leído casi todo lo que
ha escrito, que no es poco, y siempre me ha parecido bueno, con
oficio, con mucho que decir, pero encontraba que le faltaba algo, un
punto que no sé cómo explicar, y que yo ahora ya sé lo que es, y
era la madurez, la seriedad irónica y distante que da la vida con su
implacable decurso. Conseguido, puedo decir con la jovialidad que
también da la madurez.
Muro
de las lamentaciones
es un conjunto de cuentos que pueden parecer dispares, por sus
variantes tácnicas y por la temática, pero que al fin tienen en
común lo más importante, que para mí es la autenticidad de la voz
narrativa y el sentimiento, la impresión emocional que un cuento
deja tras leer la última palabra. Esas dos características son el
hilo conductor de todo el conjunto. La
autenticidad de la voz narrativa, la no impostación, que tiene que
ver con algo que sale de dentro, y que una lectora avezada reconoce
siempre, es algo que tiene difícil explicación. No hay parámetros
ni datos objetivos, es simple cuestión de oído. Cuando se lee, se
quiera o no, se escucha una voz interior, la voz del que narra, y se
intuye si está resonando tras una máscara o en un micrófono, o en
un gran espacio, o si es la voz directa, personal e intransferible
del que habla. No puedo decir más, excepto que en esta ocasión he
escuchado la voz natural del narrador que es Rubén Castillo, o el
que él es cuando escribe, que esto también es cosa compleja.
Lo
otro, el sentimiento o la impresión emocional de cada cuento,
tampoco es fácil de explicar, pero sí de observar. En el caso de
estos cuentos de Muro de las lamentaciones, lo que queda tras la
lectura de cada uno de ellos es una profunda melancolía, un penar
suave, distante e irónico que se advierte en uno mismo cuando se ha
llegado a una cierta madurez y se echa la vista atrás, y se
reconsideran los sucesos pasados. No necesariamente los
acontecimientos de la propia vida, esa melancolía no tiene por qué
afectar a la propia biografía, aunque también ciertamente. Así, en
los cuentos de Rubén Castillo podemos encontrar el trampantojo
literario que nos arranca de nuestra comodidad ante las certezas,
como en el primer cuento, Alucinaciones;
los recuerdos penosos de las vidas ajenas, semejantes a los propios y
a la vida penosa del momento, como en Blas;
la inquietud y la miseria de la derrota, en los dos dedicados al
final del nazismo; el juego culturalista de profundidad, muy emotivo,
de Las lágrimas
de Gontard;
e incluso la ironía de las instrucciones para que cualquier lector
escriba su propio cuento. Son muchos más que estos y todos tocados
de la gracia que debe tener un cuento.
Por
eso los recomiendo y celebro esta colección. Y vale, la siguiente
será más rápida y oportuna. Prometido.
Nota importante: para otro punto de vista, aunque no muy diferente, ver también esta reseña de Mariano Sanz Navarro: Otra reseña