¿Qué
sabía yo de un país tan extraño y lejano como Etiopía antes de la
llegada a nuestras vidas de la pequeña Werkines? Lo podría decir en
unas cuantas palabras. Que los abisinios, como eran llamados los
etíopes antiguamente, tenían fama de ser muy agraciados
físicamente, de alta estatura y facciones hermosas y regulares. Que
la reina de Saba, etíope o abisinia, visitó a Salomón y parece ser
que su visita tuvo algo más que cortesía política entre
dignatarios. Que como esta reina era abisinia, era bellísima; quizás
sea la belleza inspiradora que en el Cantar de los Cantares declara:
“soy negra pero hermosa, hijas de Jerusalén”. También sabía
que Haile Selassie fue un importante rey de la moderna Etiopía, el
admirado Rastafari, y que los etíopes fueron brevemente invadidos
por los italianos. Y muy poco más.
Pero
hace seis años llegó Werkines desde ese remoto país. La traían mi
hijo y mi nuera en un viaje largo y complicado después de pasar un
mes en Etiopía. Fue como un embarazo y parto del corazón. Tenía
entonces la pequeña diez meses y ya era una niña con un encanto
especial. Ahora tiene siete años y su gracia no deja de aumentar;
cada día más inteligente, viva y bonita, nunca deja de
sorprendernos con sus acciones y sus razonamientos. Ella tiene una
idea de que es etíope de origen. Que es negra es una evidencia
maravillosa, aunque yo ya no la veo ni negra ni blanca ni de ningún
color; simplemente es mi nieta Werkines, especial como todas las
criaturas, igual que todas las criaturas.
Recuerdo
una ocasión en Ceuta en que una mujer musulmana, ya mayor, que tenía
una hija demasiado joven para su edad, me explicó cómo había
adoptado a la niña, que fue abandonada por su madre biológica. Y
terminó diciéndome: “Dios tiene muchas maneras de dar hijos”.
Esas palabras me han venido muchas veces a la memoria cuando veo a mi
nieta Werkines.
Nunca
pude imaginar que una de mis nietas fuera de origen africano ni que
ello me llevara a interesarme tanto por su país de origen, Etiopía.
Cuando llegó, leí algunos libros sobre África y sobre Etiopía
concretamente, pero el libro que me ha llegado al corazón y más me
ha enseñado sobre el país de origen de mi nieta es “HabeshaKuru”. La autora se esconde humildemente bajo este seudónimo, que
a su vez es el título del libro y el nombre de su principal
protagonista y narrador en primera persona. Habesha Kuru significa en
amárico “orgullo etíope”. El niño que lleva ese nombre,
llevado por circunstancias adversas de su corta vida, realiza un
viaje con una farenji, una extranjera, y guías etíopes, un largo y
enriquecedor viaje por su país. El niño es de una valentía e
inteligencia excepcional, y parece ser que tal niño existe en la
realidad.
A lo
largo de las páginas de este libro, escrito desde el corazón y el
amor, se recorre el país, sus diferentes, contrastadas y hermosas
regiones; se conoce a sus gentes, las diferentes etnias, costumbres y
creencias religiosas, pues en Etiopía conviven pacíficamente hasta
el momento, y esperemos que para siempre, cristianos ortodoxos,
musulmanes y animistas. Desde la mirada del joven Habesha y de los
adultos que lo acompañan la pobreza digna y esforzada de los
etíopes, sus lacerantes desigualdades, la vida durísima de los que
trabajan la tierra, los lagos o las minas, y la gran desprotección
social de los niños, mujeres y ancianos. Pero uno de los temas
candentes a todo lo largo del relato es la adopción internacional,
asunto que a mí y a mi familia nos atañe particularmente. Sabemos
que la adopción de niños etíopes por occidentales se debe a la
pobreza y a la desprotección social de la infancia. Cuando un niño
etíope encuentra en su corta vida circunstancias adversas, la
orfandad parcial o total, su futuro se vuelve muy oscuro. Sin
embargo, el asunto no se comprende en todos sus aspectos y plenamente
hasta que se leen estas páginas sinceras y ecuánimes, donde ni las
familias etíopes son gente que entrega a sus hijos innecesariamente
ni los occidentales que los adoptan son gente que se aprovecha de la
precariedad de las familias. Tanto en unos como en otros, hay amor. Y
las cosas son como son. Es cierto que se pueden cambiar, y ése es el
proyecto del pequeño Habesha Kuru, pero mientras tanto hay adopción,
y de esto habría mucho que hablar, y eso es lo que hace la autora
escondida en su libro.
El
nombre de Werkines, que es nuestra particular adaptación del nombre
etíope original, significa en amárico “tú eres una joya” o “tú
eres de oro”. Y así es para nosotros nuestra nieta, una joya
regalada por el destino, el de ella y el nuestro.
No
puedo decir que el libro esté bien escrito desde el punto de vista
literario, pues adolece de algunos defectos estructurales y
expresivos, pero lo he leído con pasión y amor, que es lo que
transmite, porque en él late la verdad de alguien que ama
profundamente Etiopía y que la conoce muy bien. Después de leerlo,
sólo pido a la vida salud y tiempo para algún día, cuando ella
esté dispuesta, poder acompañar a mi querida nieta a su tierra de
origen.