Mira que se lo tengo dicho, que no se
puede ir. “Eres sólo un objeto”, le digo, “no puedes irte
cuando quieras”. Y le pido que me comprenda, pero sobre todo que me
dé un tiempo para conocerla. También le digo que si me tomo ese
tiempo, seguro que terminará por quererme y querrá quedarse
conmigo, que ya le ha pasado a otras. Pero ella, que no, que no
quiere dejarse conocer ni querer.
A veces, la quiero muchísimo. A
veces, la odio con toda mi alma, sobre todo cuando no hace lo que yo
quiero. Creo que añora a la persona que la tuvo antes; desde luego,
era mucho más joven y guapo que yo. A veces también la noto celosa
de mi compañera anterior, que era pequeña y fácil de manejar, y
yo, por mi parte, sigo prestándole atención, eso le debe de molestar mucho, que ante su superioridad no me haya rendido y abandonado a otra. Hay determinados
lugares a los que no la llevo a ella, sino a la otra, y eso se ve que tampoco le agrada. Pero es que no me obedece y hace lo que le da la gana.
La supercámara prestada a prueba
Tengo una extraña relación de amor y odio con la
cámara que me ha prestado mi hijo para que la tenga el tiempo que
quiera y aprenda a manejar una cámara más profesional que mi vieja cámara de bolsillo. Sé que finalmente conseguiré que me quiera y entonces se la devolveré a su legítimo dueño, toda despechada, y si puedo, me compraré otra como ella o mejor.
Mi pequeña y vieja cámara
Como bien se puede deducir, la foto de la supercámara está hecha con la vieja y pequeña, y la de la cámara de bolsillo con la supercámara. No sé cuál es mejor. Supongo que irá en gustos.
Con ciertos objetos establezco unas
relaciones muy extrañas, como si fuera algo muy personal. No sólo
con las máquinas -le hablo al ordenador, al vídeo, al
frigorífico... ¿será grave esto?- sino también a otras cosas que
sería cansado enumerar. Pienso que guardo en mi interior la niña
animista que dota de vida a los objetos.