Conozco a Pedro desde hace muchos, muchisimos años. Nuestros recuerdos comunes se remontan a la infancia, a esas tardes de sábado o domingo en la Glorieta, cuando nuestra madres se sentaban en corro para charlar de sus cosas, mientras los niños, de edades varias, jugaban, correteaban, se caían, lloraban, pedían globos y otras fruslerías infantiles, perseguían palomas y todas esas actividades que es el trabajo de los niños en una Glorieta. Sírvame este recuerdo de excusa si sobrepaso los límites contenidos de la crítica y caigo en el entusiasmo. Para que nadie piense que me arrebata la amistad, daré razones de peso que puedan convencer a cualquiera al hacer la reseña y recomendar su última novela, "El relámpago inmóvil", publicada por Destino, y desde hace poco en las librerías. Estoy completamente segura de que no me ofuscará la amistad y el conocimiento, sino que diré aquello que su lectura imparcial me dicta.
En un libro publicado por Pre-textos, "Nosotros los solitarios", entre muchos cuentos de mayor o menor valor, se incluía uno de Pedro García Montalvo que sobresalía entre todos: "La creación del mundo", donde un personaje secundario que aparece en otras novelas suyas, un escritor deforme llamado Aníbal Paredes y al que los amigos llaman Toulouse, pasea su mirada por un café, modesto, silencioso, observador de todo y de todos, mientras trata de recuperar una idea olvidada. En su mente se fragua la creación sin que nadie lo advierta. Toulouse crea el mundo en cada mirada y en cada palabra, y su amigo Mízar lo descubre con admiración encantada.
Al pasar unos días después de coronar felizmente, al sol de la plaza de Tirso de Molina, "El relámpago inmóvil", he recordado ese cuento, que para mí es uno de los más hermosos que Pedro haya escrito nunca. Tiende la gente a hacer comparación entre las obras del mismo autor, como yo acabo de hacerlo, y siempre la última novela, la última obra, es comparada con la inmediatamente anterior o con alguna que tuvo mucha fortuna. No es lo apropiado, pues la obra de arte es en sí misma; sin embargo, cuando el artista es Toulouse, el modesto escritor que observa y que crea el mundo, la obra es en sí misma y además pertenece a un conjunto del que no puede escapar, del que no puede ser aislada. Acertado seudónimo el de Toulouse; cada línea de ese artista plástico es una maravilla en sí, pero pertenece indefectiblemente a toda una línea creativa de mundo.
Imaginemos a un imposible dios crítico, fuera de la creación, que estuviera viendo cómo el otro dios creaba el mundo en siete días. "Qué bien te ha quedado la luz". "Lo de separar las aguas de la tierra ¿no te ha quedado un poco raro? Podrías haberlo hecho más regular.¿no?". "Los animales del agua están bien, pero te han salido mejor los del aire, sin ninguna duda". "Sí, sí, esos animalillos bípedos sin pelo ni plumas ni escamas están curiosos, pero como la luz, nada, eso sí que te salió bien", y asi, comparando cada parte de lo creado con otra parte, sin ver que todo forma una armonía, una concordancia, que diría David Bohm. Valga la absurda broma para decir que Pedro va creando un mundo, el mundo, novela a novela, con cuidado exquisito, y en cada una está todo lo anterior y anuncia lo siguiente por necesario; y en cada una está su persona y no está, porque, como creador, se oculta delicadamente.
Cuando leí la última frase de la novela, -y no la pongo completa para no romper el encanto- "cuando estaba con ellos la hermosura completa del mundo, y de la vida", las palabras no se me antojaban extrañas, sino familiares, y me parecía que mi mente iba directa al pensamiento de Pedro, y casi que se lo oía decir en silencio, con la mirada y la actitud, pues ese es su hallazgo, el triunfo de lo bello, del amor, de la hermosura completa del mundo sobre aquellas zonas oscuras que lo amenazan siempre.
Que Pedro cultiva una prosa magnífica no es ningún descubrimiento mío; basta con leer en voz alta un párrafo tan solo para comprobarlo, como ocurrió durante las lecturas públicas de su obra en el Museo Ramòn Gaya. El silencio de nuestra mente lectora nos puede confundir a veces, pero es bueno y aun excelente lo que sigue siéndolo leído en voz alta. Que Pedro traza personajes de gran viveza y estilo tampoco es un secreto ni un descubrimiento. Lo sabemos desde sus primeros cuentos y desde su primera novela. Tampoco lo es que dispone como nadie el paisaje urbano, incluidas sus gentes, ni que practica una narración clásica y reposada. Todo eso es importante, claro; es lo que sustenta su mundo creado y hay que decirlo, pero sólo eso. Todo lo demás es emoción y es pensamiento. Echarle una cuadrícula para entrar en tecnicismos narrativos es como querer apresar la luz con una red. Nada más digo de ese pequeño dios criticón que juzga si las aves del cielo o los peces del mar quedaron mejor o peor parados en su creación.
Para seguir el mundo que Pedro García Montalvo va creando, hay que leer esta novela y hay que leerla con amor, no con redes, porque el amor es su gran sustento y su triunfo. Del tema de la novela y de otras observaciones que he hecho hablaremos más adelante.