Creo haber oído que la profesión del que enseña es tan dura, pese a lo que la mayoría de la gente cree, que nos volvemos tarumbas en cuanto nos descuidamos. Al parecer, nuestras enfermedades profesionales, algunas no reconocidas, tienen mucho que ver con la dureza del trabajo, siendo la primera de ellas la referida a trastornos psíquicos, del tipo burnt out, o sea, síndrome del quemado, que es depresión más estrés. La depresión pura, curiosamente, va en número de afectados en relación directa a la edad de los educandos o discípulos, o sea, que cuanto más edad tienen ellos, más depresiones tenemos los que les enseñamos: los de educación infantil, poco, y los de universidad mucho. Eso dicen las estadísticas. Otras dolencias se refieren a determinadas actividades físicas: las enfermedades osteo-musculares se dan mucho entre las parvulistas, por razones obvias, y las afecciones de garganta nos afectan a todos más o menos por igual.
Pero esto es sólo un previo. Lo que yo quería contar son simplemente anécdotas de profesores, ya que tanto y tan injsutamente a veces se prodigan las de alumnos. Allá vamos.
Tuve una vez una compañera de una asignatura que no mencionaré, tan extravagante que en muchas ocasiones dio mucho que hablar en el ámbito del instituto. En cierta ocasión, siendo viernes y trabajando ella en el nocturno, encontró un gatito abandonado en la calle, y como no podía llevárselo a su casa, decidió que el mejor sitio era el Departamento de su asignatura. Allí lo dejó todo el fin de semana, con un platito de comida y un poco de agua. El lunes, el jefe del Departamento se encontró con que el gato había tratado de leer a su modo todos los libros que allí había, que los había desparramado y arañado todos, que se había subido por las cortinas, que había hecho sus necesidades en las actas de rigor y que no había manera de sacarlo de allí, todo bufado y maullando como un poseso.
"¿Que no os sabéis los verbos ............... ? No lo puedo soportar", bramaba una compañera mía, y a continuación se metía debajo de la mesa, dejando a los alumnos estupefactos y aplicados a estudiarse los susodichos verbos para que la profesora saliera de su escondite.
"Venga, chicos, que ya tengo la regla", decía un compañero de matemáticas cada mañana cuando había encontrado por fin el adminículo geométrico que le permitía hacer sus dibujos en la pizarra. Los chicos le llamaban "Evax". Naturalmente, cada mañana el delegado se encargaba de esconderla en los sitios más inverosímiles antes de que él llegara. Pura inocencia del colega.
Un día vino un compañero que coordinaba el nocturno a preguntarme si yo podía hacer una selección de poemas eróticos latinos. Bueno, sí, más o menos podía, tras rebuscar en mi biblioteca, mientras iba pensando en las inscripciones pompeyanas y en Catulo. Cuando le entrego algo parecido a lo que me había pedido, le pregunto para qué los quiere. "No son para mí, son para una compañera de Arte que quiere leerlos mientras proyecta una serie de diapositivas sobre esculturas, pero sólo las partes nobles de las esculturas, ya me entiendes". Menos mal que era para adultos.
En Ceuta hay una fiesta preciosa, la de la Mochila, en la noche de Todos los Santos, en que la gente joven se va al monte en pandilla, con la mochila bien cargada de frutos secos y otras viandas, a pasar la noche junto a una hoguera. Esa tarde, con el pretexto de preparar la mochila, los alumnos se escapaban de la clase del vespertino; al menos eso pasaba cuando yo estaba allí. Viéndolos escaparse a las siete de la tarde, un compañero mío, a punto de jubilarse, con mirada entre admirativa, añorante y censuradora, me dice: "Se van a hartar de f......." Perdonad mi mojigatería, pero es que soy muy pudorosa. Poned el resto de la palabra, teniendo en cuenta que cada dos puntos equivalen a un grafema o letra.
Una compañera, sorprendida por el jefe de estudios, cuando se iba media hora antes de terminar su clase, y preguntada por si se encontraba mal, le respondió: "No, me encuentro bien, muy bien, lo que pasa es que ya les he dicho todo lo que tenía que decirles".
Un profesor sordo como una tapia, ve entrar a una alumna que llega tarde a la clase. Le pregunta el motivo de su retraso y la muchacha le contesta que esa noche se había muerto su abuela. El profesor le contesta: "Vale, siéntate y que no vuelva a ocurrir". Este mismo profesor, ante una chica que permanecía de pie, le preguntó por qué no se sentaba. "No tengo silla, profesor". Y él le contesta: "Bueno, tú siéntate y luego hablamos de eso".
Pues nada, estas son unas pocas anécdotas locas de mis treinta y tres años de servicio. Para haber trotado tanto por institutos, y para tantos años, no son muchas, ni todas tan disparatadas, así que ya se ve que no estamos tan locos, aunque algunos sí sordos. La mayoría tenemos demostrada una templanza y una salud mental a prueba de bomba, qué de bomba, de adolescencia y otras edades no menos peligrosas.