Mal tiempo, buen tiempo.
Mal tiempo meteorológico: doña Ciclogénesis sigue haciendo de las
suyas y en Ceuta es como si estuviera en su casa. Viento, lluvia,
frío. Mi hermana se encuentra su terraza, tan bonita para cenas en
primavera, hecha un solar, con las sillas volcadas, las macetas medio
secas y tiradas, el cañizo caído. Ha estado mi hermana dos meses fuera de su casa por motivos de salud. Pero todo tiene arreglo. Ella es muy diligente.
Esta culebrina de Tierra es Ceuta.
Una foto de hace veinte años, tomada desde el coche.
Si se mira bien, hay un fantasma. Ceuta es misteriosa.
El mal
tiempo nos recluye en casa. No es una desgracia, porque estamos bien
allí, charlamos, cocinamos, leemos, vemos programas idiotas en la
tele, que nos dan mucha risa. Nos encanta esta nueva faceta nuestra
de ser muy caseros estando de viaje.
Buen tiempo. Humano,
magnífico. Tiempo de reencuentros, de renovar historias, de
continuar otras dejadas en suspenso. En cierto modo, en un
reencuentro con la ciudad, lo primero es el reencuentro con las
personas, centro y motivo de toda ciudad.
Para comenzar, Abdelhila.
Fue alumno mío en el bachillerato nocturno del instituto Abyla, y de alumno pasó
a ser amigo nuestro; estudiaba segundo de bachiller de noche y
conducía un taxi por los diecinueve kilómetros cuadrados de Ceuta;
o sea, le daba para muchas vueltas y revueltas, y también la ocasión
de conocer a fondo la fauna, e incluso la flora, que circulaba por
aquellas calles, callejas y entresijos de la ciudad, lo cual no lo
había hecho peor persona ni le había pervertido el carácter, sino
todo lo contrario, pues su natural
era, y sigue siendo cabal, bondadoso y jovial. Era el hombre
tranquilo. Su aspecto correspondía más a un enjuto joven inglés
que a un musulmán de Ceuta. De hecho, en un viaje ya con tintes
épicos en el recuerdo que hicimos con él al Rif, no le permitían
entrar a las mezquitas, recelando que no era musulmán, sino un guiri
curioso; a ello contribuía también su acento ceutí al hablar el
árabe. A él le divertía mucho, porque su familia era de origen
rifeño, y quizás por eso tenía el cabello rubio y la piel clara.
Abdelhila, Fernando y Helena en Alhucemas. Viaje épico por el Rif.
A
su tío, agricultor en la zona de Ketama, le llamaban en el pueblo
“el Alemán”. A la aldea del Alemán descendimos, con nuestra
furgoneta de entonces, por una carretera trazada a tornillo en la
montaña, con cientos de círculos al borde de un precipicio. Tanto
miedo pasamos al bajar como al subir, pero en el fondo de aquellos
círculos infernales nos acogieron como a viajeros griegos, con la
vieja hospitalidad destinada a los dioses encubiertos. Abdelhila nos
contó algunas curiosas anécdotas de aquella “tribu africana”,
como él les llamaba. Por ejemplo, que pasó allí unas vacaciones
con su tío y el primer día decidió correr un poco por allí; se
puso sus pantalones de deporte y sus zapatillas y salió a la puerta.
Vio que todas las mujeres se reían por lo bajini y se tapaban la
cara con el mandil, entre divertidas y escandalizadas. Su tío que lo
vio se le acercó y le dijo en un susurro: “Entra a la casa y ponte
unos pantalones largos”. Así lo hizo y corrió un rato, pero las
mujeres seguían riéndose cuando regresó.
Abdelhila con nuestro nieto Marcelo a los cuatro meses.
El feliz abuelo -qué joven está- los contempla encantado.
Abdelhila
sigue siendo ahora la persona noble que era. Sigue siendo taxista,
tras algunas vicisitudes laborales, y sigue estudiando; estudia ahora
segundo de Derecho, lento pero constante, porque se casó, después
de muchos vaivenes y problemas, con Meriem, la mujer a la que quería,
que es la hija de un imán, la hija del Cura, que dicen en Ceuta.
Allí se usan estos sincretismos. Tiene cuatro hijos, tres hijas
preciosas, y un niño no menos precioso, todos guapos y finos, muy
bien educados y respetuosos; los hay rubios como el padre y otros
morenos como la madre, en equitativo reparto. La mayor, Innes,
estudia guitarra en el Conservatorio, y sin ninguna timidez ni
remilgo nos ofreció una pieza popular que estaba estudiando. Nos
miraban las niñas y el niño con curiosidad y admiración, como si
su padre les hubiera hablado mucho y bien de nosotros. Meriem seguía
tan guapa como siempre, con sus ojos negros rasgados, y nos concedió
un gran placer en la merienda que había preparado para nosotros: el
gaief casero y tradicional, una torta hojaldrada de harina y aceite
que se cuece al fuego vivo, deliciosa. Se toma con miel, con requesón
o con mantequilla y mermelada, como una tostada o un crepe. No hay
mujer marroquí que se precie que no sepa amasar y cocer el gaief.
Mucha
alegría, mucho júbilo en el reencuentro, y el propósito de no
olvidarnos, de estar en contacto en adelante. Por supuesto, de no
dejar pasar tanto tiempo sin volver por allí.