15 enero 2013

Galatea de las esferas de Rubén Castillo


Entre Rubén y yo hay una broma que viene de una fiesta, hace muchos años, en casa de mi hermana Pilar, gran amiga suya. Él me estaba dedicando un libro, con su esmerada letra que yo entonces no conocía. Dije yo: "Muchacho, tienes letra de psicópata", por lo cuidada y perfectamente regular. Marta Zafrilla, su mujer, que estaba al lado, dijo: "De monja digo yo". Y Rubén remató la jugada: "De monja psicópata". Esa broma explica la dedicatoria de esta novela, que reza así:




Observo que la letra de Rubén sigue siendo la maravilla tipográfica que era, pero que ha perdido rigidez. Menos un psicópata, Rubén puede ser cualquier cosa, pues es una persona afectuosa, entrañable, inteligente y gran amigo. Por eso, precisamente, admiro su innegable capacidad para entrar en los recovecos más turbios de mentes enfermas, como la del protagonista de esta su última novela. Como decía Anton Chejov, es más fácil escribir sobre Sócrates que sobre una modistilla.
Toma su título la narración de la célebre pintura de Dalí en la que se representa a una Gala desintegrada en esferas que se alejan hacia un infinito imaginable, más allá de la representación visible, desde un punto de fuga situado en los labios. Esta potente imagen va a ser el leit motiv de la novela, y más que motivo rítmico en la narración, la obsesión guía del protagonista y narrador en primera persona. Un loco. Sin embargo, esta palabra, loco, no define totalmente a Enrique Saorín, conserje de instituto, pues es palabra engrandecedora y noble, si pensamos en un loco ficticio -por ejemplo, don Quijote- o en un loco real, por ejemplo, Hölderlin, y otros muchos excelsos locos. Enrique Saorín lleva consigo el diagnóstico de la locura postmoderna, desacralizada y egocéntrica: este sí es un psicópata, la enfermedad mental de nuestro siglo.
Rubén Castillo, al menos en las dos novelas que yo he leído hasta el momento, escoge este tipo de personajes turbios y profundos. No es comparable este Enrique Saorín al profesor degradado de "Las grietas del infierno", en tanto que en aquel caso el hundimiento personal procedía del contexto y de la victimización del personaje, mientras que en este caso todo emana de la mente enferma de Enrique, de un ego fortificado en la soledad y en el rechazo de la realidad, y sólo obsesionado por una imagen creada por él mismo, la de Clara Velasco como Galatea de las esferas. No le importa la imagen ni el devenir real de la vida de su amada ideal, sino ella transfigurada en la mujer de Dalí, algo que se escapa, que huye hacia el infinito desintegrada en esferas.
La estructura novelesca se fundamenta en el discurrir de tres días de escritura febril, encerrado Enrique Saorín en un despacho de un instituto desierto y silencioso. Al cabo de esos tres días vendrá inevitablemente el desastre, el cataclismo, y esto es algo que el lector descubre pronto, de modo que no es una cuestión de sorpresa narrativa, sino de descubrimiento del origen de ese cataclismo final. Ante nosotros se despliega, palabra a palabra, una mente enferma en todos sus lóbregos rincones.
Lo dicho, admiro la capacidad de Rubén Castillo para entrar al pensamiento y la palabra de semejante ser. No hay en todo el discurso de Enrique Saorín ni un resquicio por donde aparezca la normalidad y el equilibrio, ni un atisbo de esperanza ni una luz. Todo en él es distorsionado y enfermizo. Lo único que encontramos es causas remotas o cercanas de su obsesión y carácter, pero la reisilencia no aparece por ninguna parte. Nos arrastra a un mundo imaginario, dimanante de su ego crustáceo, que se asemeja mucho a un infierno posible, ese que ahora niega o matiza la autoridad eclesiástica, quizás porque ingenuamente no habían descubierto que hay multiplicidad de infiernos, pero que todos están en éste. Miramos a nuestro alrededor y difícilmente podemos saber qué infierno porta esa persona que está a nuestro lado, que pasa inadvertida, que nos saluda educadamente en la oficina o en el centro médico. 

. Señores y señoras, pueden pasar al infierno particular de Enrique Saorín.

9 comentarios:

Isabel Martínez Barquero dijo...

Tiene buena pinta la novela, tomo nota.
Un abrazo.

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

Lo siento, Fuensanta, no paso. De infiernos, personales y colectivos, ya tenemos demasiado vivido y escuchado. Dame, porfa, cielos, aunque sean de mentirijillas. Y si no es posible, que sean purgatorios, incluso limbos…

Está bonito eso de psicópata monjil, aunque en este caso mejor quedaría fraile psicotécnico, por poner una alternativa.

Sarashina dijo...

Isabel, es una novela tortuosa muy bien escrita, con perfecta estructura y personaje de diseño. Te la recomiendo, pero abórdala con ánimo sereno y objetivo.

Sarashina dijo...

A ti, como tú bien dices, Miguel Ángel, te conviene poco. Tienes que pensar que es literatura. Es como cuando yo en una película me tapo los ojos y Fernando me recuerda que detrás hay un montón de cámaras, un director, técnicos, etc., o sea, que es una una película. De todos modos, hay que saberlo, que hay infiernos en algunas personas, infiernos particulares, que ni sospechamos.

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

Oye, tú, menuda foto te has colocado más chupi. Se ve que el jubileo jubiloso de tu jubilación te ha llenado de auténtico júbilo.
Pues nada, que siga la marcha. Y como dicen en el cine, ¡acción!

Sarashina dijo...

La foto está hecha al ladico del río Tormes en Salamanca, el otoño pasado, el de 2011. A ver si nos animamos a dar una vuelta por esas tierras de nuevo. O sea, que todavía no estaba jubilada, aunque sí jubilosa.

Thornton dijo...

No es por agradarte, pero el autor debería colocar esta crítica en la solapa de la segunda edición. Qué maña tienes.

Un saludo.

supersalvajuan dijo...

El infierno, esa cosa tan personal.

Sarashina dijo...

Thorton, yo se lo he dicho, pero no me hará caso para su desgracia. Es que es muy suyo Rubén.