10 febrero 2013

Reencuentros en Ceuta: Abdelhila


Mal tiempo, buen tiempo. Mal tiempo meteorológico: doña Ciclogénesis sigue haciendo de las suyas y en Ceuta es como si estuviera en su casa. Viento, lluvia, frío. Mi hermana se encuentra su terraza, tan bonita para cenas en primavera, hecha un solar, con las sillas volcadas, las macetas medio secas y tiradas, el cañizo caído. Ha estado mi hermana dos meses fuera de su casa por motivos de salud. Pero todo tiene arreglo. Ella es muy diligente.

Esta culebrina de Tierra es Ceuta. 
Una foto de hace veinte años, tomada desde el coche. 
Si se mira bien, hay un fantasma. Ceuta es misteriosa.


El mal tiempo nos recluye en casa. No es una desgracia, porque estamos bien allí, charlamos, cocinamos, leemos, vemos programas idiotas en la tele, que nos dan mucha risa. Nos encanta esta nueva faceta nuestra de ser muy caseros estando de viaje. 
 
Buen tiempo. Humano, magnífico. Tiempo de reencuentros, de renovar historias, de continuar otras dejadas en suspenso. En cierto modo, en un reencuentro con la ciudad, lo primero es el reencuentro con las personas, centro y motivo de toda ciudad. 
 
Para comenzar, Abdelhila. Fue alumno mío en el bachillerato nocturno del instituto Abyla, y de alumno pasó a ser amigo nuestro; estudiaba segundo de bachiller de noche y conducía un taxi por los diecinueve kilómetros cuadrados de Ceuta; o sea, le daba para muchas vueltas y revueltas, y también la ocasión de conocer a fondo la fauna, e incluso la flora, que circulaba por aquellas calles, callejas y entresijos de la ciudad, lo cual no lo había hecho peor persona ni le había pervertido el carácter, sino todo lo contrario, pues su natural era, y sigue siendo cabal, bondadoso y jovial. Era el hombre tranquilo. Su aspecto correspondía más a un enjuto joven inglés que a un musulmán de Ceuta. De hecho, en un viaje ya con tintes épicos en el recuerdo que hicimos con él al Rif, no le permitían entrar a las mezquitas, recelando que no era musulmán, sino un guiri curioso; a ello contribuía también su acento ceutí al hablar el árabe. A él le divertía mucho, porque su familia era de origen rifeño, y quizás por eso tenía el cabello rubio y la piel clara.
 Abdelhila, Fernando y Helena en Alhucemas. Viaje épico por el Rif.
 
 A su tío, agricultor en la zona de Ketama, le llamaban en el pueblo “el Alemán”. A la aldea del Alemán descendimos, con nuestra furgoneta de entonces, por una carretera trazada a tornillo en la montaña, con cientos de círculos al borde de un precipicio. Tanto miedo pasamos al bajar como al subir, pero en el fondo de aquellos círculos infernales nos acogieron como a viajeros griegos, con la vieja hospitalidad destinada a los dioses encubiertos. Abdelhila nos contó algunas curiosas anécdotas de aquella “tribu africana”, como él les llamaba. Por ejemplo, que pasó allí unas vacaciones con su tío y el primer día decidió correr un poco por allí; se puso sus pantalones de deporte y sus zapatillas y salió a la puerta. Vio que todas las mujeres se reían por lo bajini y se tapaban la cara con el mandil, entre divertidas y escandalizadas. Su tío que lo vio se le acercó y le dijo en un susurro: “Entra a la casa y ponte unos pantalones largos”. Así lo hizo y corrió un rato, pero las mujeres seguían riéndose cuando regresó. 

 Abdelhila con nuestro nieto Marcelo a los cuatro meses. 
El feliz abuelo -qué joven está- los contempla encantado.
 
Abdelhila sigue siendo ahora la persona noble que era. Sigue siendo taxista, tras algunas vicisitudes laborales, y sigue estudiando; estudia ahora segundo de Derecho, lento pero constante, porque se casó, después de muchos vaivenes y problemas, con Meriem, la mujer a la que quería, que es la hija de un imán, la hija del Cura, que dicen en Ceuta. Allí se usan estos sincretismos. Tiene cuatro hijos, tres hijas preciosas, y un niño no menos precioso, todos guapos y finos, muy bien educados y respetuosos; los hay rubios como el padre y otros morenos como la madre, en equitativo reparto. La mayor, Innes, estudia guitarra en el Conservatorio, y sin ninguna timidez ni remilgo nos ofreció una pieza popular que estaba estudiando. Nos miraban las niñas y el niño con curiosidad y admiración, como si su padre les hubiera hablado mucho y bien de nosotros. Meriem seguía tan guapa como siempre, con sus ojos negros rasgados, y nos concedió un gran placer en la merienda que había preparado para nosotros: el gaief casero y tradicional, una torta hojaldrada de harina y aceite que se cuece al fuego vivo, deliciosa. Se toma con miel, con requesón o con mantequilla y mermelada, como una tostada o un crepe. No hay mujer marroquí que se precie que no sepa amasar y cocer el gaief.
Mucha alegría, mucho júbilo en el reencuentro, y el propósito de no olvidarnos, de estar en contacto en adelante. Por supuesto, de no dejar pasar tanto tiempo sin volver por allí.

31 enero 2013

Doña Ciclogénesis

Nuestro viaje a Ceuta cumplió las expectativas que cualquier viaje produce de convertirse en una aventura; grande o pequeña, eso es lo mismo. En nuestro caso, pequeña, a la medida de nuestras posibilidades. Fue por culpa de la ya célebre -tuvo sus pocos días de gloria mediática- CICLOGÉNESIS EXPLOSIVA. Jamás habíamos oído semejante combinación de palabras y, por tanto, no la tratamos con el debido respeto. Después de conocer su carácter, la llamamos doña Ciclogénesis Explosiva. El día anterior a nuestra partida la oímos nombrar en el parte meteorológico, pero pensamos inocentemente que esas cosas sólo pasaban en el Norte. Allí siempre se ven muy afectados por los partes meteorológicos, mientras que aquí, en el Sureste la única conclusión que sacamos de ellos es que no va a llover. Una ingenuidad, un prejuicio. Porque además nosotros nos íbamos al Norte, aunque tiráramos para el Sur. Norte de África, que es otro Norte.
Esta tal doña Ciclogénesis Explosiva, que ha barrido el país, como una aspiradora gigantesca, también nos afectaba, y de qué modo. A las dos de la tarde habían cerrado el Puerto de Ceuta. El Estrecho era una barahúnda de vientos y oleajes desatados. El último barco que había salido de Algeciras había tardado cuatro horas en cruzar el Estrecho, imagino que con grandes molestias para los pasajeros, gran preocupación de los tripulantes y uso desmedido de bolsitas de papel. El intrépido Capitán se negó, seis horas después, a repetir la proeza. A las ocho de la tarde, se comunicó a los alborotados posibles pasajeros que se fueran buscando un sitio para dormir en Algeciras, a lo que nosotros obedecimos con gran diligencia, después de haber convertido el coche en cuarto de estar y luchando contra vientos huracanados y confusiones diversas. 
Por culpa de doña Ciclogénesis Explosiva, que estaba de fiesta, nos concedimos una noche en un estupendo hotel, nada caro por otra parte, y una cena no menos estupenda en un bar llamado "La Capilla". Ya resignados a este fatal destino, nos sentamos allí, a ver si la fama andaluza se cumplía. La fama andaluza dice que te metas donde te metas, si es en Andalucía, siempre comerás bien. No sé si a más gente le ha pasado. 

 Los árboles desde la ventana del hotel no paraban. 
Todos despeinados. Noche de huracán.

Como el bar se llamaba La Capilla, el que entrara un cura con otro señor, que no sabemos si también era cura, porque iba de paisano, nos pareció de lo más natural, además de asegurarnos que estábamos en el lugar adecuado para cenar. También estaban allí unos ingleses celebrando un cumpleaños. Bonita combinación. El cura era de mediana edad, apuesto, y más grande que un armario de sacristía barroca. Un pedazo de cura muy tranquilizador, y con toda la razón, porque cenamos de maravilla. Destaco algo especial, un paté de hueva con almendras. Esta combinación de palabras tampoco la había oído nunca, pero era igualmente efectiva, lo que me llevó a una conclusión: lo que está bueno por separado, si se puede moler, estará bueno hecho paté. 
Luchando contra los caprichos de doña Ciclogénesis, volvimos al hotel, de excelente buen humor, debido a la cena y a nuestro natural ser. Y a esperar que la Señora de los Vientos Huracanados se calmara, a ver si al día siguiente permitía el cruce del Estrecho, que a veces se hace ancho por su culpa y la de toda su familia. 

 Al final, siempre sale un barco. Hay que aprender a esperar.

Siete años viví en Ceuta, siete años crucé el Estrecho con mucha frecuencia, y nunca había tenido que dormir en Algeciras ni me quedé en el Puerto de Ceuta, esperando a ver si salía un buque, pendiente del parte meteorológico. Destino fatal.

18 enero 2013

Regreso a Ceuta

Cuando aprobé las oposiciones de Agregados de Bachillerato -entonces teníamos ese altisonante título los profesores de instituto- mi vida estaba en una encrucijada. Ahorro en este momento explicaciones que quizás pudieran venir al caso, pero que son innecesarias para lo que viene luego. Con la palabra "encrucijada", tan de caminantes, caballeros andantes y aventureros, queda dicho lo fundamental.
Pues bien, en esa encrucijada, elegí el camino más extraño, el más insólito, que era más bien una huida hacia delante, y ese camino me llevó a Ceuta, la ciudad -autónoma dicen que es, pero no puede serlo- al Norte de África, extrañamente española, y más aún extrañamente marroquí. Marruecos la reivindica por territorialidad. España la posee y la quiere por herencia, y a mí me gusta así, ni una cosa ni la otra totalmente, con ese aire de colonia en entredicho, como me gusta Gibraltar tal cual es, con sus bobbies que se llaman Simpson o Requena, que igual hablan inglés que español gaditano.

 Ceuta desde el Tarahal

Ceuta es una ciudad preciosa. Queda dicho. Generalmente no se piensa en ella bajo esta calificación, porque poca gente ha vivido su geografía especial como belleza. Más bien se la ve como una ciudad para comprar tabaco y otras fruslerías libres de impuestos, o un lugar lleno de moros y soldados. Esas cosas son ciertas, pero superficiales. Algunos moros que allí hay son españoles con rancios nombres andalusíes, otros son rifeños emigrados, que hablan una lengua bereber que suena como germánica, de origen desconocido, pero quizás sea la que hablaban los bárbaros guardianes de la frontera del Imperio Romano; los hay rubios y pelirrojos; algunos son ricos y llevan a sus hijos al colegio de las monjas, porque una buena educación católica les parece lo mejor, otros son muy pobres o recién llegados desde Marruecos a los barrios más deprimidos de la ciudad, pero también están los que pasan la frontera todos los días para trabajar o comerciar, y vuelven luego a los pueblos costeros entre la frontera y Tetuán.
También los cristianos son variopintos. Los hay de toda la vida, auténticos caballas de varias generaciones, pero cuanto más se remonte en el pasado, peor, pues tus antepasados serían o presos o carceleros, a no ser que fueran funcionarios y militares. Sea como sea, un caballa es un caballa, y a mucha honra. Hay funcionarios permanentes o funcionarios de corta estancia, trabajadores temporales y comerciantes, pero todos, según se dice, llegan llorando a la Ciudad y se van llorando. Ceuta cala hondo.
A estos dos grupos, los más numerosos, hay que añadir el de los judíos -que allí llaman hebreos por no ofender-, comerciantes acomodados de remoto origen en la Ciudad, y el de los hindúes, grupo exótico, tolerante, silencioso  y discreto, también dedicados al comercio. Un día vi a uno de ellos rezando devotamente a la Virgen del Carmen en la Muralla Portuguesa. Pregunté a una alumna hindú cómo era eso y me respondió con una sonrisa: "Nuestra religión nos permite que adoremos a las divinidades locales".  Muda me quedé y aún pienso a veces en esa frase.

 Muralla portuguesa

Esta, muy sucintamente, puede ser la geografía humana de Ceuta. Interesante, siempre en difícil equilibrio de convivencia, mantenida con esfuerzo por todas las partes, con zonas apartadas simbólicamente en tan exiguo territorio para cada grupo, con imprecisos límites de contacto, de fricción o mezcla.

En Ceuta viví siete años muy felices de mi vida. Llegué allí huyendo hacia delante, dando un quiebro a mi vida, y volví porque no podía hacer otra cosa, con el sentimiento de no haber cerrado aquella etapa, porque Ceuta se había entrado poco a poco y muy profundamente en mi corazón para no irse nunca más. Mañana vuelvo a Ceuta para estar unos días entre mis recuerdos y mis amigos de allí.

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Escribiendo estas líneas, me llega una penosa noticia. Un ceutí inolvidable ha muerto. El doctor Sidi Abdelkrim el Sebti -el Ceutí. Era todo un personaje, querido y controvertido en la Ciudad. 
Cuando mañana baje del barco, para revivir todos mis recuerdos de la Ciudad, Ceuta estará de luto por uno de sus hijos, un auténtico hombre fronterizo, un médico de los de antes, intuitivo y sagaz, afectuoso y compasivo, de esos médicos que parecen antiguos, que veía entrar por su puerta a un paciente y ya sabía qué mal le aquejaba. Descanse en paz.

17 enero 2013

Pessoa y el ganchillo

He encontrado un precioso poema de Fernando Pessoa donde el motivo poético es una mujer que hace crochet, o sea, ganchillo. Es un maravilloso poema de extraño tema. Pocas veces los hombres, y menos los artistas, se han ocupado de mirar las labores femeninas. Pessoa lo hizo, es una excepción, y la labor de la mujer que está a su lado y a la cual observa ensimismado, le trae una reflexión humana muy interesante.
Las labores llamadas femeninas han existido desde la Prehistoria; agujas e instrumentos de costura se encuentran continuamente en yacimientos arqueológicos. Se llaman “femeninas” por extensión, porque no podemos saber si esas agujas halladas en el origen de la Humanidad eran manejadas por hombres y mujeres sin diferenciación. Tejer, coser, bordar, no han sido labores que exclusivamente hayan hecho las mujeres, pero se les llama “labores femeninas”, supongo que porque mayoritariamente, y como necesidad de las pobres o afición de ociosas, las han hecho las mujeres. 

 Detalle de una Cortina de crochet "Pavo real"

Supe en Ceuta de un caso curioso. Una de las conserjes de mi instituto, que me estaba haciendo unas fotocopias de patrones, me dijo que un guardia civil de la frontera, que se aburría muchísimo en las guardias nocturnas, había pedido a su mujer que le enseñara a hacer ganchillo. El hombre se entretuvo así y obtuvo como resultado éste. “Una colcha preciosa que le hizo a su mujer, doña Fuensanta, no se puede usted imaginar qué preciosidad de colcha”. Yo más bien me imaginaba los bigotes del guardia civil tejiendo en el silencio de la noche, arrullado por las olas del Tarahal, o escuchando los tremendos temporales de viento y oleaje, en su garita de frontera, y también la cara que pondría su compañero en la guardia cuando lo viera tejiendo sus lanas, tan hacendoso, haciendo sus aplicaciones para la colcha tan preciosa.
Después de este divertido episodio, la reflexión de Pessoa queda aquí: tejer es la vida misma, o más bien los entretenimientos que nos buscamos para llevar adelante nuestra vida.


Sin impaciencia,
sin curiosidad,
sin atención,
veo el crochet que con ambas manos combinadas
haces.

Lo veo desde lo alto de un monte inexistente,
malla tras malla formando un paño...

¿Cuál es la razón de que te dé entretenimiento
a las manos y al alma esa cosa tan fina
por donde se puede meter un fósforo apagado?

Pero también
¿cuál es la razón que me sirve para criticarte?

Ninguna.
Yo también tengo un crochet.

Fechado desde cuando comencé a pensar...
mallas sobre mallas formando un todo sin todo...
un paño que no sé si es para un vestido o para nada,
un alma que no sé si es para sentir o vivir...
Te miro con tanta atención
que ya ni reparo en ti...

Crochet, almas, filosofías...
todas las religiones del mundo...
todo cuanto nos entretiene en la velada de sernos...
Dos marfiles, una vuelta, el silencio...

Este poema pertenece al libro "La Tabaquería".

15 enero 2013

Galatea de las esferas de Rubén Castillo


Entre Rubén y yo hay una broma que viene de una fiesta, hace muchos años, en casa de mi hermana Pilar, gran amiga suya. Él me estaba dedicando un libro, con su esmerada letra que yo entonces no conocía. Dije yo: "Muchacho, tienes letra de psicópata", por lo cuidada y perfectamente regular. Marta Zafrilla, su mujer, que estaba al lado, dijo: "De monja digo yo". Y Rubén remató la jugada: "De monja psicópata". Esa broma explica la dedicatoria de esta novela, que reza así:




Observo que la letra de Rubén sigue siendo la maravilla tipográfica que era, pero que ha perdido rigidez. Menos un psicópata, Rubén puede ser cualquier cosa, pues es una persona afectuosa, entrañable, inteligente y gran amigo. Por eso, precisamente, admiro su innegable capacidad para entrar en los recovecos más turbios de mentes enfermas, como la del protagonista de esta su última novela. Como decía Anton Chejov, es más fácil escribir sobre Sócrates que sobre una modistilla.
Toma su título la narración de la célebre pintura de Dalí en la que se representa a una Gala desintegrada en esferas que se alejan hacia un infinito imaginable, más allá de la representación visible, desde un punto de fuga situado en los labios. Esta potente imagen va a ser el leit motiv de la novela, y más que motivo rítmico en la narración, la obsesión guía del protagonista y narrador en primera persona. Un loco. Sin embargo, esta palabra, loco, no define totalmente a Enrique Saorín, conserje de instituto, pues es palabra engrandecedora y noble, si pensamos en un loco ficticio -por ejemplo, don Quijote- o en un loco real, por ejemplo, Hölderlin, y otros muchos excelsos locos. Enrique Saorín lleva consigo el diagnóstico de la locura postmoderna, desacralizada y egocéntrica: este sí es un psicópata, la enfermedad mental de nuestro siglo.
Rubén Castillo, al menos en las dos novelas que yo he leído hasta el momento, escoge este tipo de personajes turbios y profundos. No es comparable este Enrique Saorín al profesor degradado de "Las grietas del infierno", en tanto que en aquel caso el hundimiento personal procedía del contexto y de la victimización del personaje, mientras que en este caso todo emana de la mente enferma de Enrique, de un ego fortificado en la soledad y en el rechazo de la realidad, y sólo obsesionado por una imagen creada por él mismo, la de Clara Velasco como Galatea de las esferas. No le importa la imagen ni el devenir real de la vida de su amada ideal, sino ella transfigurada en la mujer de Dalí, algo que se escapa, que huye hacia el infinito desintegrada en esferas.
La estructura novelesca se fundamenta en el discurrir de tres días de escritura febril, encerrado Enrique Saorín en un despacho de un instituto desierto y silencioso. Al cabo de esos tres días vendrá inevitablemente el desastre, el cataclismo, y esto es algo que el lector descubre pronto, de modo que no es una cuestión de sorpresa narrativa, sino de descubrimiento del origen de ese cataclismo final. Ante nosotros se despliega, palabra a palabra, una mente enferma en todos sus lóbregos rincones.
Lo dicho, admiro la capacidad de Rubén Castillo para entrar al pensamiento y la palabra de semejante ser. No hay en todo el discurso de Enrique Saorín ni un resquicio por donde aparezca la normalidad y el equilibrio, ni un atisbo de esperanza ni una luz. Todo en él es distorsionado y enfermizo. Lo único que encontramos es causas remotas o cercanas de su obsesión y carácter, pero la reisilencia no aparece por ninguna parte. Nos arrastra a un mundo imaginario, dimanante de su ego crustáceo, que se asemeja mucho a un infierno posible, ese que ahora niega o matiza la autoridad eclesiástica, quizás porque ingenuamente no habían descubierto que hay multiplicidad de infiernos, pero que todos están en éste. Miramos a nuestro alrededor y difícilmente podemos saber qué infierno porta esa persona que está a nuestro lado, que pasa inadvertida, que nos saluda educadamente en la oficina o en el centro médico. 

. Señores y señoras, pueden pasar al infierno particular de Enrique Saorín.