Me despido de un lugar en el que he trabajado mucho y bien. Allí dejo gente a la que he respetado y querido. También dejo sinsabores, hastíos y recelos, pero, pasado el tiempo, tenemos la buena cualidad de atesorar en la memoria sólo lo que brilla entre la rutina oscura de los días.
Me he acostumbrado a ir de un sitio para otro cada cierto tiempo; es parte de mi profesión; después de compartir cargas y espacio, sin dolor, quizás con un rastro de melancolía muy llevadera, cesa la convivencia y me voy pensando que en el nuevo lugar encontraré gente semejante, personas a las que también respetaré y querré. Y también sinsabores, hastíos y recelos. Que trabajaré mucho y bien.
La gente que dejé en el anterior lugar me entregó un regalo que aún conservo: un bonito joyero marroquí de nácar y ébano. Guardo mis pocas joyas dentro de él y cada vez que lo abro recuerdo con gusto a mujeres como Nati, como Pilar, a hombres como Cristóbal, Antonio… Y a Gloria, con la que compartí tantas risas y trabajos. Están unidos a recuerdos muy hermosos: el Estrecho de Gibraltar a las ocho de la mañana entre neblinas blancas, la luz matinal, atlántica, cristalina, el chispeante acento andaluz, las noches de luna sobre el Hacho, el paso de la frontera hacia Marruecos, la aventura de los fines de semana en Larache o en Fez, y la familiaridad de Tánger o Tetuán, sobre todo de Tetuán, la ciudad querida y siempre añorada, donde el español se pudre al mismo tiempo que se desconchan los viejos edificios coloniales, donde los dignos ancianos comerciantes tienen algo español, muy antiguo, en la mirada.
Ahora lo que dejo es otra cosa. Es la camaradería y el cuidado por los otros, la tolerancia y el afán de algo mejor. Estos que ahora dejo me han regalado algo para que no los olvide, como si hiciera falta algo que los fijara en mi recuerdo. En algo me conocen, porque han unido poesía y música en el presente de despedida. Además del consabido bolígrafo que se le entrega al que se va –en este caso no es tal, sino un elegante rotulador plateado–, además de ese útil de escritura que usaré muy a menudo, me han entregado un disco de un poeta, Ángel González, y de un músico, Pedro Guerra, “La palabra en el aire”. Gracias a todos vosotros por los buenos ratos que estoy pasando escuchándolo. No puedo decir mejor cosa de él que cuando lo escucho me descansa. Sabíais que este año estaba muy cansada, que el final particularmente ha sido agotador, y me habéis regalado un descanso, una voz y una música en la que me puedo recostar como sobre una pradera de hierba fresca, cerrar los ojos y dormitar al arrullo de la palabra y de la melodía.
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