Soy aficionada a leer relatos de viajes por España realizados y escritos por extranjeros. La mayoría de estos viajeros escritores son europeos del siglo XIX, cuando España se puso de moda como país romántico, exótico, lleno de la pasión y pintoresquismo, lo que era de un enorme atractivo para aquellos hombres soñadores. Resultaba cómoda la evasión por medio del viaje, pero cercana. No tenían que irse muy lejos para encontrar algo completamente diferente a su aburrida vida cotidiana: en España no había aburrimiento, porque lo mismo te podían asaltar unos bellos ojos negros que una cuadrilla de bandoleros. Conocía yo muchos viajeros de esa época por sus relatos y por sus dibujos, grabados y cuadros, pero no sabía que Andersen, algo tardíamente, se había sentido seducido por el exotismo y la pasión. Me sorprendió mucho encontrar, editado en un económico libro de bolsillo, el testimonio de su paso, que fue extenso e intenso, por nuestras tierras, incluso por mi propia ciudad. Lo compré pensando que, ya que este verano por circunstancias varias, no iba a poder salir de mis lugares habituales, ni siquiera dentro de España, sobre la que llevo una exploración minuciosa y pausada, me iría de viaje con un compañero incomparable, con el bueno de Andersen, que siempre, desde que yo era una niña y hasta hoy, ha gozado de mis simpatías. No me ha defraudado. Es un viaje positivo, entretenido, con pequeños hallazgos que me recuerdan mi propia forma de viajar y conocer las ciudades: más de la gente y del ambiente, más de la naturaleza íntima del lugar, antes que los grandes monumentos y los lugares comunes. No puede escapar, lógicamente, de estos tópicos viajeros, porque supongo que pensaba él que a sus lectores le interesarían las raíces históricas y aquellas maravillas arquitectónicas, las ruinas, los vestigios árabes y lo popular tópico, porque Andersen viene ya influido por anteriores viajeros y por un concepto romántico del viaje hispano, pero no puede evitar que su viaje tenga otro color y otro sentido: la observación de una gente que le resulta cómica o agradable, una mirada irónica que sólo se pierde ante lo que él ve como belleza exótica de las mujeres, sobre todo de las más humildes. Me ha resultado curiosa su excursión a Tánger, ciudad que conozco muy bien y que reconozco en su relato. Ahí es donde encuentra el verdadero exotismo y el interés por lo extraño, porque España, se percibe continuamente, se ha vuelto más civilizada, ya no implica tanta extrañeza y peligro. El viaje lo realiza en 1862, bajo Isabel II, un momento en el que el país, aunque no por completo, se ha europeizado en cierto modo.
Luego me entero en una suerte de epílogo de que se sintió defraudado por un simple hecho: ver burlada su vanidad de escritor famoso en toda Europa. En España no lo conocía nadie prácticamente, ni siquiera los intelectuales, que hicieron caso omiso de su presencia. No era lo que solía ocurrirle en otros países, donde era agasajado por príncipes, nobles, intelectuales y políticos.
Como simple curiosidad transcribo aquí algo sorprendente para nuestros días:
De San Sebastián dice: “Es una ciudad genuinamente española, con un paisaje maravilloso. En el verano florecen los jazmines silvestres en las montañas, el aire está lleno de fragancias. San Sebastián es la meta de las excursiones de muchos franceses. Se nota que aquí está uno entre los descendientes de las primitivas tribus del país, los fornidos iberos, en su lengua vasca: escauldunac.”
De Madrid: “Vienen en verano, el sol los derretirá; vienen en invierno, recibirán la caricia de los témpanos de hielo, se les helarán los dedos y el aguanieve les penetrará por la parte superior del cuero de las botas los chanclos, y en caso de quedarse en Madrid, ¿qué habrán visto de España? Madrid no tiene carácter de ciudad española, y mucho menos de capital de España.”
El libro se cierra con una frase preciosa:
LA VIDA ES EL MÁS MARAVILLOSO DE LOS CUENTOS
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