Hace unos días leí con mucho gusto y entretenimiento la novela de Marta Zafrilla que ha ganado la edición del 2007 de Gran Angular, premio convocado cada año por ediciones SM.
Tenía varios motivos para emprender tan prontamente la lectura de un libro, como se dice, recién salido del horno. Me gusta esta expresión porque asemeja los libros al pan recién cocido, a los dulces laboriosamente trabajados y saboreados luego con fruición. En primer lugar, como persona interesada en la literatura en general y en la destinada a un púlbico juvenil en particular; en segundo lugar, como pedagoga de la literatura, ya que cada año me enfrento a la difícil tarea de encontrar lecturas adecuadas para cada grupo de jóvenes. Por último, porque conocía a Marta Zafrilla y a Rubén Castillo, su compañero, y este motivo, que puede parecer baladí, para mí no es el menor.
Una vez comenzado el libro, al interés que por sí misma tiene la novela, se unieron otras razones sentimentales y personales.
Descubrí con mucho placer que la novela estaba basada en el juego de la oca, lo que la hacía aún más entrañable para mí. Aparte mis juegos infantiles, comencé a jugar a la oca con asiduidad con mi nieto Marcelo. Primero jugábamos en un vulgar tablero moderno, pero nos gustó tanto la cosa que para no sé ya qué evento familiar pedimos de regalo un tablero de juegos bien chulo. Como el encargo lo llevó a cabo Fernando, que en esos casos no se anda con tonterías, compró una caja de juegos preciosa, con fichas de madera suaves y delicadamente tintadas, con tableros facsímiles de otros antiguos y dados especiales para cada juego. Sé que le costó una buena cifra, pero nunca quiso decirnos cuánto; al fin y al cabo era un regalo. Pues bien, si todos los tableros y fichas eran estupendos, el de la Oca era una preciosidad; un facsímil de un tablero francés de fines del siglo XIX, donde lo único que se había cambiado era la traducción al español de las reglas del juego. Las fichas eran cuatro patitos esquemáticos tallados en madera, cada uno en un color. En ese tablero hemos jugado Marcelo y yo innumerables partidas, en las que nadie podía dejar ganar a nadie –en el ajedrez o en el parchís la abuela puede hacer trampas al revés, o sea, para que gane el pequeño, en la oca no, porque la oca es la misma vida azarosa y los dados mandan. Ya que la oca final, aquella a la que llega el ganador, oronda e impoluta, porta en el tablero una ondeante bandera francesa, yo empecé a cantar la Marsellesa cada vez que ganaba, y Marcelo aprendió pronto esa convención triunfal. Eso ya ha quedado como una complicidad entre nosotros, y si alguna vez juega con el Abuelito, no lo hacen; la Marsellesa triunfal es algo nuestro solamente. Por razones ajenas a mi voluntad no he podido hacer unas fotos del susodicho tablero y sus patitos de colores, pero sin duda las haré y las pondré en cuanto el destino -los dados- me lo permitan. Mientras tanto, ofrezco una foto de Marcelo, aunque no esté jugando a la oca, porque, como soy su abuela y ya se sabe cómo son las abuelas, tengo que decir que es el más guapo.
3 comentarios:
:)
w.
Gracias por tu sonrisa, W. Te echamos de menos y nos acordamos de ti. Te escribo un mensajillo, y este no cifrado precisamente, en cuanto pueda, con todas las noticias y añoranzas. Un beso.
Aunque no has dejado un post, te contesto a tu correo, Marta. Marcelo no "ha salido" guapo en la foto, es que es así de guapo el zagal.
Y lo de la cerveza lo he entendido perfectamente. Los dioses también son pretextos. Un abrazo, guapa.
Publicar un comentario