El día catorce de enero apunto una nota breve a pie de página:
Mi madre me deja dos fotografías de mi padre en plena juventud. En una se le ve de perfil en primer plano, teniendo como fondo una pintura suya de la feria de Murcia que recuerdo bien. En la otra, está pintando en el portal de la antigua sede del periódico La Verdad, de modo que se puede ver el lateral de la catedral (Capilla de los Vélez y Junterones) y la Plaza de los Apóstoles.
Me ha encargado que le compre dos marcos metálicos sencillos para tenerlas en su habitación.
Yo no puedo concretar qué sentimientos me producen estas dos fotos, como aún no puedo concretar cuáles el propio hecho de su muerte. Creo que ese hombre joven, atractivo, enérgico y de carácter natural bueno, murió hace ya muchos años. Yo lamento ahora su muerte imperceptible desde entonces, pero sobre todo la del anciano enfermo, dulce y cariñoso, sin fuerzas, que a veces no nos reconocía, pero siempre nos sonreía y nos dejaba acariciar sus manos. Sus manos que fueron de una pasmosa fortaleza y energía creadora.
El día quince ya había cumplido el encargo de mi madre y así lo hago constar en el cuaderno, entre otras menudencias.
Antes de ir al instituto, he pasado por una tienda de regalos. El cometido era preciso. (...) Mi misión, aparte escanearlas -me refiero, claro a las fotos de mi padre- era encontrar dos marcos adecuados. De vuelta de recoger mi último análisis del colesterol -preferiría tener cuernos, como decía una graciosa andaluza, porque con eso al menos puedes comer de todo- he entrado en una tiendecilla de Simón García, con un pretencioso nombre: Delomás. Una de las múltiples tiendas de inutilidades que proliferan en esta ciudad. Es regentada por una andaluza blanca y carnosa de mediana edad, que hace sudokus para entretener la larga espera de clientes en busca de naderías; por eso me ha atendido con tanta paciencia y solicitud. Los marcos elegidos eran dos, que creíamos de tamaño apropiado, muy sencillos, de acero mate. Uno iba que ni a medida. Al otro le sobraba un filillo para que la foto no quedara holguera. Para compensar, a la andaluza se le ha ocurrido poner de fondo el dorso de la foto que traía de fábrica y que representaba a un niño con gorrita y pichi de cuadros. Esa foto va a ir pegada a la de mi padre, como una intrusa, de manera oculta. Y si dentro de veinticinco años se le ocurre a alguien mirar dentro y se la encuentra, ¿qué se pensará? ¿Un niño de la familia? ¿Un hijo secreto de mi padre? ¿Una superstición popular de principios del siglo XXI? ¿Algo sin explicación? Yo sé que a mi padre, al menos, no le importaría, porque adoraba a los niños, los divertía con canciones, cuentos y dicharajos, les cantaba y los pintaba a cada ocasión, y decía que lo más difícil de pintar del mundo es un rostro de niño, porque hay algo que siempre se escapa, por bien que se atienda. Sin embargo, parece algo raro que un niño desconocido esté junto a su imagen para mucho tiempo. Hay algo mágico detrás de la simple utilidad de dar un fondo blanco para que no se vea el cristal.
Me viene al recuerdo una anécdota de Ceuta. El padre y el hermano de una compañera mía se llevaban muy mal, hasta el punto que la familia temió una ruptura definitiva de los dos hombres de la casa. Entonces la madre recurrió a un encantamiento ritual marroquí que le había dicho su asistenta, un acto de magia simpática. Puso las fotografías de los dos, cara con cara, y las metió así enfrentadas en un tarro de miel; luego escondió el tarro en un lugar recóndito de la casa y esperó. Por lo visto, al mes del ritual, los dos estaban a partir un piñón, consultándose sus problemas y tratándose con afecto. esto hizo que mi compañera y toda su familia creyeran a pies juntillas en la magia del país vecino. es de suponer que el proceso contrario también tendría su efecto: dos fotografías enfrentadas por el envés metidas en algo desagradable, como vinagre, detergente o cualquier cosa que se ocurra, haría que las personas se odiaran. ¡Qué fe tiene la gente!
Y ahora, al poner un niño, la imagen de un niño, junto al retrato de mi padre muerto, aunque sea por algo tan sencillo como utilizarla como borde blanco de la foto, he pensado que él estará contento. O sea, que si no fe, me encuentro al menos rastros importantes de irracionalidad.
Me ha encargado que le compre dos marcos metálicos sencillos para tenerlas en su habitación.
Yo no puedo concretar qué sentimientos me producen estas dos fotos, como aún no puedo concretar cuáles el propio hecho de su muerte. Creo que ese hombre joven, atractivo, enérgico y de carácter natural bueno, murió hace ya muchos años. Yo lamento ahora su muerte imperceptible desde entonces, pero sobre todo la del anciano enfermo, dulce y cariñoso, sin fuerzas, que a veces no nos reconocía, pero siempre nos sonreía y nos dejaba acariciar sus manos. Sus manos que fueron de una pasmosa fortaleza y energía creadora.
El día quince ya había cumplido el encargo de mi madre y así lo hago constar en el cuaderno, entre otras menudencias.
Antes de ir al instituto, he pasado por una tienda de regalos. El cometido era preciso. (...) Mi misión, aparte escanearlas -me refiero, claro a las fotos de mi padre- era encontrar dos marcos adecuados. De vuelta de recoger mi último análisis del colesterol -preferiría tener cuernos, como decía una graciosa andaluza, porque con eso al menos puedes comer de todo- he entrado en una tiendecilla de Simón García, con un pretencioso nombre: Delomás. Una de las múltiples tiendas de inutilidades que proliferan en esta ciudad. Es regentada por una andaluza blanca y carnosa de mediana edad, que hace sudokus para entretener la larga espera de clientes en busca de naderías; por eso me ha atendido con tanta paciencia y solicitud. Los marcos elegidos eran dos, que creíamos de tamaño apropiado, muy sencillos, de acero mate. Uno iba que ni a medida. Al otro le sobraba un filillo para que la foto no quedara holguera. Para compensar, a la andaluza se le ha ocurrido poner de fondo el dorso de la foto que traía de fábrica y que representaba a un niño con gorrita y pichi de cuadros. Esa foto va a ir pegada a la de mi padre, como una intrusa, de manera oculta. Y si dentro de veinticinco años se le ocurre a alguien mirar dentro y se la encuentra, ¿qué se pensará? ¿Un niño de la familia? ¿Un hijo secreto de mi padre? ¿Una superstición popular de principios del siglo XXI? ¿Algo sin explicación? Yo sé que a mi padre, al menos, no le importaría, porque adoraba a los niños, los divertía con canciones, cuentos y dicharajos, les cantaba y los pintaba a cada ocasión, y decía que lo más difícil de pintar del mundo es un rostro de niño, porque hay algo que siempre se escapa, por bien que se atienda. Sin embargo, parece algo raro que un niño desconocido esté junto a su imagen para mucho tiempo. Hay algo mágico detrás de la simple utilidad de dar un fondo blanco para que no se vea el cristal.
Me viene al recuerdo una anécdota de Ceuta. El padre y el hermano de una compañera mía se llevaban muy mal, hasta el punto que la familia temió una ruptura definitiva de los dos hombres de la casa. Entonces la madre recurrió a un encantamiento ritual marroquí que le había dicho su asistenta, un acto de magia simpática. Puso las fotografías de los dos, cara con cara, y las metió así enfrentadas en un tarro de miel; luego escondió el tarro en un lugar recóndito de la casa y esperó. Por lo visto, al mes del ritual, los dos estaban a partir un piñón, consultándose sus problemas y tratándose con afecto. esto hizo que mi compañera y toda su familia creyeran a pies juntillas en la magia del país vecino. es de suponer que el proceso contrario también tendría su efecto: dos fotografías enfrentadas por el envés metidas en algo desagradable, como vinagre, detergente o cualquier cosa que se ocurra, haría que las personas se odiaran. ¡Qué fe tiene la gente!
Y ahora, al poner un niño, la imagen de un niño, junto al retrato de mi padre muerto, aunque sea por algo tan sencillo como utilizarla como borde blanco de la foto, he pensado que él estará contento. O sea, que si no fe, me encuentro al menos rastros importantes de irracionalidad.
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