He recuperado una antigua película japonesa que había visto hace muchos años, seguramente en aquellas sesiones de madrugada de la televisión pública, el cine de la dos. Si entonces me gustó, ahora la he disfrutado de otro modo. La madurez me ha dado una visión global de las obras de las obras de arte; no sé cómo lo hago, o cómo esto ocurre, porque, siendo mayores los conocimientos intelectuales, que podrían apartarme del placer estético por análisis y distanciamiento, se hace mucho mayor de una manera directa, inmediata. Debe de ser que ese placer poético tiene que conllevar una unión lo más perfecta posible de intelecto, sentimientos y percepción sensorial.
Esta película es "Cuentos de fantasmas", de Masaki Kobayashi. Son cuatro maravillosos relatos basados en cuatro cuentos fantásticos de Lafcadio Hearn,
un autor al que yo no conocía hasta ahora y por el cual me voy a interesar.
La primera historia, "Pelo negro", es un total clásico, del género. Y lo digo en doble sentido, del género cinematográfico de terror y del género en cuanto relación entre hombres y mujeres. La mujer sumisa, dulce, servicial, abandonada por su esposo samurai, que parte en busca de fortuna, espera como fantasma su regreso. El hombre prospera y se casa con una mujer estúpida, orgullosa y vanidosa, de una influyente familia. Arrepentido de haber abandonado a su suerte a su primera esposa, que cumplía, como ahora evoca, todos los requisitos de su género, regresa a su antiguo hogar y es recibido por la mujer, misteriosamente joven como antes, sin reproches. Después de una noche de amor, al despertar comprueba con extremo horror que ha dormido con el cadáver de su esposa y que todo es ruina y destrucción en torno suyo. Él mismo resulta destruido por el terror. Me acordé de don Félix, el estudiante de Salamanca, obligado a desposar el cadáver de doña Elvira, la mujer deshonrada por él y abandonada. Imágenes contrapuestas de las dos mujeres marcan aquello que él ha destruido o ganado con su ambición y su soberbia. La primera mujer aparece siempre sola, trabajando en el telar o en la rueca; la segunda esposa, siempre acicalándose y rodeada de sirvientas. La primera, en el interior de la casa; la segunda, en el jardín. Una es la modestia, la vida sencilla y ordenada, el amor plácido y complaciente; la otra, la ambición y la vanidad. Pero lo que se deja atrás es irrecuperable.
Otra preciosa historia, de imágenes distantes y frías, pero impresionante en su desarrollo, quizás debido a eso mismo, es "La mujer de las nieves", que recoge una tradición muy remota, la de la mujer mágica que desposa a un mortal con la condición absoluta del secreto. Una mujer que lleva una vida normal con un hombre al que hace muy feliz y con el que tiene hijos; sólo si él no revela a nadie el secreto de su encuentro primitivo, continuará la felicidad, pero si no es así, ella volverá a su medio mágico y lo abandonará. Hay un cuento esquimal semejante, el de la mujer foca, cuyo secreto se cifra en la piel guardada celosamente por la mujer que ella se quitó para ser la esposa del cazador. Una noche cada cierto tiempo, la mujer se pone la piel y se va a la orilla del mar a bailar con las otras focas. Mientras él no siga a su curiosidad y no la vea en ese trance, continuará la perfecta y feliz convivencia, pero, claro, estas pruebas de cuento están para no superarlas, y el hombre cae finalmente en la tentación de seguirla y entrar así en la profundidad de lo femenino. Aquí la no superación de la curiosidad, no el secreto, sino la guarda de un secreto; es la trivialidad, el descuido, el verdadero pecado. Como ocurre con este pobre japonés que al cabo de los años le cuenta el secreto a su propia esposa sin saber que ella es la Señora de las Nieves que un día vio en el monte nevado mientras recogía leña y con la que pasó una noche de amor y miedo.
Hay una historia sobre el horror de la cotidianeidad, cuando un objeto cualquiera puede convertirse en una obsesión terrorífica. Este relato es "En una taza de té". Merece la pena el estudio psicológico de la obsesión llevado magistralmente a imágenes.
Pero posiblemente la mejor de las historias -aunque en esta obra maestra fragmentaria eso va en gustos-, o al menos la que más me impresiona a mí, es "El hombre sin orejas", grandioso relato de fondo épico, con una resonancia heroica fascinante. En primer lugar porque rescata a los viejos aedas ciegos -creo que definitivamente desaparecidos de la faz de la tierra-, que cantaban las hazañas de los héroes por las cortes medievales. Tengo que investigar ese hecho, histórico o legendario, de las luchas de dos antiguas dinastias, porque no sé si se corresponden también a la novela dinástica del siglo XV, "Genji", escrita curiosamente por una mujer, y que tengo preparada para leer en breve. Las escenas teatralizadas del relato, correspondientes a las visitas del aeda al palacio fantasmal de los héroes muertos en la batalla, la escena de la noble nodriza acercándose a la borda del barco para arrojarse al mar con el pequeño emperador en sus brazos, la pintura de los escritos sagrados en el cuerpo del aeda, excepto en sus orejas, razón por la cual los espectros se las arrancan, el ambiente calmo del monasterio, los antiguos cantos épicos, son elementos muy memorables de la película. Una joya.
Esta película es "Cuentos de fantasmas", de Masaki Kobayashi. Son cuatro maravillosos relatos basados en cuatro cuentos fantásticos de Lafcadio Hearn,
un autor al que yo no conocía hasta ahora y por el cual me voy a interesar.
La primera historia, "Pelo negro", es un total clásico, del género. Y lo digo en doble sentido, del género cinematográfico de terror y del género en cuanto relación entre hombres y mujeres. La mujer sumisa, dulce, servicial, abandonada por su esposo samurai, que parte en busca de fortuna, espera como fantasma su regreso. El hombre prospera y se casa con una mujer estúpida, orgullosa y vanidosa, de una influyente familia. Arrepentido de haber abandonado a su suerte a su primera esposa, que cumplía, como ahora evoca, todos los requisitos de su género, regresa a su antiguo hogar y es recibido por la mujer, misteriosamente joven como antes, sin reproches. Después de una noche de amor, al despertar comprueba con extremo horror que ha dormido con el cadáver de su esposa y que todo es ruina y destrucción en torno suyo. Él mismo resulta destruido por el terror. Me acordé de don Félix, el estudiante de Salamanca, obligado a desposar el cadáver de doña Elvira, la mujer deshonrada por él y abandonada. Imágenes contrapuestas de las dos mujeres marcan aquello que él ha destruido o ganado con su ambición y su soberbia. La primera mujer aparece siempre sola, trabajando en el telar o en la rueca; la segunda esposa, siempre acicalándose y rodeada de sirvientas. La primera, en el interior de la casa; la segunda, en el jardín. Una es la modestia, la vida sencilla y ordenada, el amor plácido y complaciente; la otra, la ambición y la vanidad. Pero lo que se deja atrás es irrecuperable.
Otra preciosa historia, de imágenes distantes y frías, pero impresionante en su desarrollo, quizás debido a eso mismo, es "La mujer de las nieves", que recoge una tradición muy remota, la de la mujer mágica que desposa a un mortal con la condición absoluta del secreto. Una mujer que lleva una vida normal con un hombre al que hace muy feliz y con el que tiene hijos; sólo si él no revela a nadie el secreto de su encuentro primitivo, continuará la felicidad, pero si no es así, ella volverá a su medio mágico y lo abandonará. Hay un cuento esquimal semejante, el de la mujer foca, cuyo secreto se cifra en la piel guardada celosamente por la mujer que ella se quitó para ser la esposa del cazador. Una noche cada cierto tiempo, la mujer se pone la piel y se va a la orilla del mar a bailar con las otras focas. Mientras él no siga a su curiosidad y no la vea en ese trance, continuará la perfecta y feliz convivencia, pero, claro, estas pruebas de cuento están para no superarlas, y el hombre cae finalmente en la tentación de seguirla y entrar así en la profundidad de lo femenino. Aquí la no superación de la curiosidad, no el secreto, sino la guarda de un secreto; es la trivialidad, el descuido, el verdadero pecado. Como ocurre con este pobre japonés que al cabo de los años le cuenta el secreto a su propia esposa sin saber que ella es la Señora de las Nieves que un día vio en el monte nevado mientras recogía leña y con la que pasó una noche de amor y miedo.
Hay una historia sobre el horror de la cotidianeidad, cuando un objeto cualquiera puede convertirse en una obsesión terrorífica. Este relato es "En una taza de té". Merece la pena el estudio psicológico de la obsesión llevado magistralmente a imágenes.
Pero posiblemente la mejor de las historias -aunque en esta obra maestra fragmentaria eso va en gustos-, o al menos la que más me impresiona a mí, es "El hombre sin orejas", grandioso relato de fondo épico, con una resonancia heroica fascinante. En primer lugar porque rescata a los viejos aedas ciegos -creo que definitivamente desaparecidos de la faz de la tierra-, que cantaban las hazañas de los héroes por las cortes medievales. Tengo que investigar ese hecho, histórico o legendario, de las luchas de dos antiguas dinastias, porque no sé si se corresponden también a la novela dinástica del siglo XV, "Genji", escrita curiosamente por una mujer, y que tengo preparada para leer en breve. Las escenas teatralizadas del relato, correspondientes a las visitas del aeda al palacio fantasmal de los héroes muertos en la batalla, la escena de la noble nodriza acercándose a la borda del barco para arrojarse al mar con el pequeño emperador en sus brazos, la pintura de los escritos sagrados en el cuerpo del aeda, excepto en sus orejas, razón por la cual los espectros se las arrancan, el ambiente calmo del monasterio, los antiguos cantos épicos, son elementos muy memorables de la película. Una joya.
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